Ollantaytambo es un lugar arqueológico situado a unos 40 kms. De Machu Picchu, allí donde comienza el famoso “Camino del Inca” de tres días y cuatro noches para quienes son capaces de recorrer a pie la distancia que separa el Templo del sol de la ciudad mágica y oculta al otro lado de la montaña.
El camino es ahora ferroviario y de ahí parten los trenes, hermosos trenes con techo vidriado, hacia Aguascalientes, tan sólo a hora y media de recorrido fastuoso entre montañas ciclópeas.
Ollantaytambo guarda en su interior otro de los grandes misterios de la arquitectura, aquel que científicos y expertos son incapaces de clasificar; bloques graníticos de cuarenta toneladas en lo alto de una montaña, alejados de la cantera por kilómetros insalvables en aquella época y que maravillan al observador despojado de prejuicios (lo que es harto difícil, todo hay que decirlo).
A este pueblecito llegué al filo de las cinco de la tarde, a toda prisa para no perderme la puesta del sol desde lo alto del templo del mismo nombre. El grupo con el que viajaba no demostraba demasiado rigor a la hora de respetar horarios y es por eso por lo que, con la lengua fuera, los inmensos escalones, la pared megalítica que se mostraba ante mis ojos, me aplastó contra las piedras de la calle. Y allí me quedé, a miles de kilómetros de mi casa incapaz de afrontar el reto de subir cientos –qué digo cientos, seguro que eran miles- de escalones y, lo que es peor, bajarlos después.
Así que decidí –muy sabiamente para mis rodillas- quedarme abajo, rechazar el placer de escalar la montaña, reservando mis fuerzas para el día siguiente, en Machu Picchu, y deambular por el pueblecito lleno de turistas, puestos de artesanía y el ambiente típico de un Jueves Santo católico a tenor de la muchedumbre autóctona que se dirigía hacia la iglesia del pueblo.
Las calles empedradas y el continuo fluir del agua en un canal serpenteante, me recordaron enseguida a algunos pueblos de mi tierra, los que besan las montañas y separan la locura urbana del plácido discurrir de otro tipo de vida.
Pocas cosas me gustan más que callejear en solitario por lugares solitarios…o casi. Y así estaba el pueblo en aquel temprano atardecer de las montañas; los turistas recogidos en sus predios y los lugareños recogiendo los restos de la batalla comercial del día.
Entonces fue cuando encontré a Doña Elvira, sentada en soledad a la mesa de un pequeño local de comidas que llamó mi atención a la hora en que el cuerpo demanda sus nutrientes. La saludé educadamente y me senté a la mesa vecina a la suya. Éramos las dos únicas clientas en ese momento, ella silenciosa ante su mesa vacía, esperando, y yo esperando también, aunque menos proclive a quedarme callada.
Le pregunté si iba a cenar –pregunta retórica y algo tonta por mi parte, lo reconozco- y ella, ofreciéndome su mano, se presentó y me dijo:
-“Me llamo Elvira y soy viuda de doce años”, como si me dijera, este es mi nombre y mi condición ante la vida. Enseguida comprendí que aquella mujer, curtida por el aire de la montaña, de apariencia cercana a la ancianidad, tenía muchas ganas de hablar…con alguien. Así que le di el pie mínimo necesario al efecto y no tardé en estar informada del camino vital de la buena señora.
-“Mi vida es triste –continuó- porque estoy sola y los hijos trabajan lejos. Aquí vengo todas las noches porque me dan una buena sopa y cobran barato. Luego voy a dormir viendo la televisión y mañana vuelvo a la estación, a trabajar”
Me pareció absurdo hablarle de cómo hacer para evitar esa soledad que tanto la entristecía, -¿acaso iba a recomendarle algún libro de autoayuda o asistir a clases de pilates?- y callé durante un rato.
Nos sirvieron la sopa –contundentemente criolla y espesa- y comimos en silencio. De vez en cuando nos mirábamos, dos viudas solitarias en una esquina del mapa de la vida, y nos sonreíamos.
Quedó tiempo todavía para descubrir que Doña Elvira tiene 66 años y trabajará “mientras pueda” vendiendo botellines de agua mineral, bastones para escalar la montaña y jerseys de alpaca a los turistas por un mísero sueldo sin ningún tipo de seguridad social, posible pensión de jubilación ni esas zarandajas que tanto nos preocupan a los europeos.
Al cabo de dos días, de vuelta de Machu Picchu, al bajar del tren que me obligó a recalar una vez más en Ollantaytambo, escuché su voz cantarina al atravesar la estación: -“¡Mamita, mamita!” y me llevó a su puesto, me presentó a su nieto, me vendió todo lo que quiso y más y pidió que nos fotografiaran juntas, “dos viudas somos”, decía. La foto se la he enviado a través de Facebook a su nieto mayor y desde aquí le envío a ella (que le leerán este post, estoy segura) un abrazo lleno de energía positiva, mucho amor y la esperanza de que sus días y sus noches recuperen un soplo de alegría.
También para usted, doña Elvira…la vie est belle!
En fin.
En fin.
LaAlquimista
Por si alguien desea contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com