Quinientos kilómetros y se me hacen años luz…
Son tan sólo seis centímetros en la escala de mi mapa y siento que toda “mi forma” se modifica, en un ejercicio de necesaria adaptación al medio, si bien “mi fondo” sigue siendo el mismo, identidad (re)conocida, raíces flotantes, pero raíces al fin y al cabo.
No es tan sólo cambiar de autonomía (lengua, costumbres, gastronomía, cultura y modus operandi); ni siquiera importa tanto el hecho de que en la tierra más al Este mis magros ingresos cunden más y se estiran en un ejercicio de magia agradecida, es decir que puedo hacer el aperitivo en el bar cada día por muy poco dinero y bastante satisfacción. Es algo más complicado lo que me ocurre cuando traslado maletas de la mar mía a “mi otro mar”.
¿Me siento más libre porque aquí no hay la tontería esa de conjuntar la pashmina con la correa del perro? Que lo de tener “chic” y “vestir bien” típico del País Vasco es una cruz que no siempre se puede llevar a cuestas. No piense nadie que aquí me disfrazo pero sí es interesante constatar que las apariencias son menos importantes o que hay “menos tontería”.
Criticar, se critica lo mismo; el comadreo y el cotilleo están tan vigentes en un lado como en el otro. En un lado soy “la vasca” y en el otro “la del diecisiete” y eso significa que me conocen en el barrio lleno de ladrillo y ruidos y en la urbanización envuelta en olivos, alcornoques y pinos que no emiten más sonido que el baile de las ramas cuando llega el viento y los pájaros mañaneros y felices que saludan a todos por igual. Además aquí no leen este blog…
Tanto en un lado como en el otro tengo mi entorno amistoso que me invita a hacer vida social un par de veces a la semana. Por un lado restaurantes y copas de madrugada en sitios donde no se puede ni hablar como no sea a gritos y por el otro barbacoas en el jardín o paseos nocturnos por la playa con aroma de sal y mojitos al aire libre.
La diferencia sustancial la pongo yo con mi personalidad que se siente “diferente” según salgo a la calle a pasear al perro y no veo a nadie, no escucho coches, ni sirenas, ni obreros haciendo agujeros; tan sólo el tren que hiende el paisaje como un rayo con su trueno precedente. Hay una diferencia, pues, sustancial, que la siento en lo más profundo de mi ser, que me empuja a volver cada vez con más convencimiento de que estoy en el camino de encontrar el lugar ideal para que mi equilibrio interno siga en su sitio.
Y la luz. Y el sol.
Haría al revés de lo que hago ahora, vivir la mayoría del tiempo en un entorno natural, cálido con olor a salitre y con sabor a campo, y volver a la ciudad del norte a ver llover cuando me entre la nostalgia de la lluvia, de las nubes grises y de los bosques mágicos que tanto amo.
Esto me pasa cada vez que hago las maletas y emprendo el viaje de retorno, cada vez que mis vacaciones en un pueblo a la orilla del mar Mediterráneo dejan de nuevo paso a la rutina de la ciudad que vive al borde del Cantábrico, que me vio nacer y que, a este paso, me enterrará entre sus ladrillos y su “marco incomparable” cuando llegue el momento.
¡A tiempo estoy de cambiar mi rumbo todavía…!
En fin.
LaAlquimista
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