Tengo la desgracia de tener un amigo, que además de ser inglés, es curioso; y digo desgracia, porque me involucra en sus misterios e investigaciones y, cuando me pilla por banda, nunca sé cómo va a parar la cosa. Así que el otro día me vino con la necesidad de buscar una tumba en el cementerio de Polloe, la de un Sir inglés que murió en Donostia hace ya más de cuarenta años y sobre cuya sepultura se desató cierta polémica. Y allá nos fuimos, cámara en ristre, bajo un sol inclemente para ser Septiembre a pasear las calles de nuestra necrópolis.
Un cementerio fuera de fechas es algo sorprendente porque estamos acostumbrados al jolgorio floral de primeros del mes de Noviembre; lo primero de todo, el silencio. Algunas mujeres dispersas –bayeta en ristre- limpiando la memoria de algún difunto, flores mustias del último entierro, mucho plástico, demasiado, para recordar a los muertos.
Sabía que me la estaba jugando al ir al cementerio a algo que no fuera visitar la tumba de mi padre. Como un imán insoportable y a pesar de estar la del insigne inglés y la de mi insigne progenitor cada una en una punta, no pude evitar acercarme… no sé exactamente a qué. Porque yo no soy creyente de otras vidas más felices que esta que tenemos y sé que mi padre terminó su camino y se convirtió en polvo aunque yo quiera creer que es polvo de estrellas.
Una tumba más entre las otras; gris y olvidada –como todas las demás- hasta el próximo primero de noviembre que es la fecha en la que, oficialmente, uno se acuerda de sus muertos. Sin flores, sucia de tierra, fiel reflejo externo de la nada que habita en su interior. Y me invadió la tristeza, lo presentía, porque el cementerio reflejaba exactamente lo que es la muerte: un vacío que está ahí aunque se llene de flores y de esperanzas con motivo del calendario religioso.
En fin.
LaAlquimista