Tengo que cambiar de piel cuando comienzan a caerse las hojas, no puedo evitarlo; cada año, cuando el verano –ese tiempo de nadie que culebrea entre la primavera y el otoño- recoge sus días y se retira hasta el siguiente calendario, me comporto como ciertos lagartos que se frotan entre dos piedras para arrancarse la piel vieja y dejar que surja una piel nueva.
Es una necesidad vital, extraña y recidivante y no por conocida menos sorprendente, ocurriría incluso aunque yo quisiera oponerme. Y siendo así, no sólo no lo evito sino que lo propicio. Ahora que la naturaleza comienza a desnudarse para volverse a vestir, mi piel me reclama algo parecido en el sentido figurado de la cosa.
Es el momento de abrir ventanas, respirar el aire limpio, desechar lo raído y demasiado usado, tirar lo inservible aunque esté pintado de nostalgias, limpiar espacio para sobrevivir, marcar los límites para que el viento, la lluvia y el frío que vendrán me encuentren preparada, con una piel nueva, resistente, fuerte.
Así que es el momento de la limpieza compulsiva del interior, un ir arrancando sin prisa pero sin pausa lo pegajoso del verano, los besos mustios, el tiempo perdido, lo demasiado débil como para soportar otro invierno. Ahí se irán amores y requiebros, algunos sueños que ya no son más que decepción y la piel vieja, inservible ya.
Lleva su tiempo mudar de piel, pero lo tengo. Todavía. Confío.
En fin.
LaAlquimista