En un pueblecito en medio de la preciosa sierra navarra de Aralar, a veinte minutos en coche de la “civilización”, una casa rural de más de cuatrocientos años, acoge estos días a un par de jóvenes familias catalanas. Perdidos en la inmensidad boscosa de un paraje, aprovechan el parón laboral obligado de estas fechas para respirar aire puro, dormir con edredón y dejar que el campaneo de la pequeña iglesia de la aldea meza el suave transcurrir de las horas diurnas y nocturnas.

Son jóvenes y, sin embargo, aman el mismo sosiego que me ha sido impuesto por el paso de los años. Sacan a sus hijos del ruido continuo del camping de otros años, los alejan de la playa atiborrada de todo lo que les provoca alergias (arena sucia, gente que olvida la educación en casa, medusas, hedor a fritangas, ruido de chiringuito bullanguero) y les enseñan a saludar a las vacas que se pasean libres por la carretera, a despertarse con el gallo y echar las sobras del desayuno a las gallinas, a jugar a adivinar caras en las nubes que festonean las montañas.

Compartimos el porche bajo la luna llena y nos contamos la vida en su versión resumida de fin de semana con un espíritu común: escapar de la angustia pre-progamada de las vacaciones en el mes de Agosto en la ciudad.

Hay quienes se ven obligados a dejar de trabajar por exigencias del guión: parón de la fábrica, parón del patrón, cierre casi total de algunos centros oficiales, reajustes de calendario y alguna que otra exigencia indeseada. Hay quienes se ven obligados a coger vacaciones porque si no revientan, porque la espera de los anteriores once meses al pie del cañón les produce una angustia que no saben cómo gestionar, quizás con un crucero repleto de actividades, quizás con el rosario de clientes ante el bufé del hotel en media pensión en la playa o en la montaña, acaso “descansando” en el pueblo y deseando volver a casa, siempre volver a casa…

Agosto siempre me produjo una especie de urticaria espiritual, esa “obligatoriedad” de salir de vacaciones todos juntos –todo el país a la vez-, de pagar más por comer menos, de dormir en un colchón con funda de plástico en la sábana bajera, pasar calor, espantar moscas, hacer el tonto en colectividad con cara de resignación…

Y para que unos puedan disfrutar del mes de Agosto otros tienen que sufrir jornadas laborales abusivas, insoportables, mal pagadas, mal tratados, dormir en cualquier lado, soportar desplantes, reprimir réplicas, mirar el calendario soñando con el fin de mes, del suplicio que supone servir a los que no trabajan en Agosto y a veces creen que son algo diferente que el resto del año porque tienen vacaciones pagadas en su empresa.

Agosto y sus fiestas, su alegría impostada o natural, el barullo a precio de vellón, parejas que justo se ven el resto del tiempo practicando la inmersión total en el desconcierto familiar, maridos que sueñan con volver a la rutina de la cervecita con los colegas después del trabajo, esposas que añoran su cocina bien ordenada y las comidas sanas, niños que protestan, piden, exigen, gritan, dan la lata.

Agosto siempre me ha producido una especie de angustia que conseguí evitar trabajando, dejando que fueran los demás los que se fueran y esperando pacientemente su regreso para, ya libre de la opresión psicológica del verano, marcharme yo a donde fuera sin sentir el acoso del rebaño.

Todas estas reflexiones y alguna más danzaban en torno a la noche fresca y silenciosa del fin de semana.

En fin.

LaAlquimista

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Fotos: Vacas y Casona: C.Casado