Dicen que sea cual haya sido tu oficio, con el paso de los años, el cuerpo se te irá rompiendo poco a poco; las costureras con los ojos destrozados, el albañil con los riñones hechos polvo y los que trabajan sentados con el trasero bien gordo. El cuerpo pasa factura a quienes lo utilizan para conseguir su condumio –a los que no se han esforzado la factura les viene por otro lado mucho peor- y suelen coincidir las fechas de jubilación con las del deterioro masivo y caída en picado de la cosa. Cuando dejas de trabajar parece que la maquinaria se “enfría” y empiezan a salir las goteras.
Los que nos hemos pasado toda la vida dándole a la máquina de escribir primero y al ordenador después, sujetando teléfonos con el cuello y domando “ratones”, intentando acomodar la espina dorsal a la ergonomía del momento, revolviéndonos en la silla del despacho, desoyendo los consejos que dictaban levantarse a dar una vueltecita cada tres cuartos de hora –excepto los que le daban literalidad al asunto y se ausentaban a tomar otro café-, doblando piernas y brazos para disfrute de futuras atrofias, nosotros, los de la mano de obra indirecta, somos –a partir de los 50- un auténtico crujir de huesos.
El vía crucis médico de pruebas varias durante meses -que es el tiempo mínimo que se toma la Seguridad Social entre una radiografía y una ecografía- (que entre “los de toda la vida” y los que han “venido de visita” hay overbooking), te lleva finalmente a la consulta del traumatólogo que va a dictar sentencia: o pasas por la tabla (del quirófano) o vas a ese limbo de lisiados que es la sala de Rehabilitación.
La sala de Rehabilitación: ese “loft” de “ayes” y quejidos, lamentos contenidos y caras de susto. Los fisioterapeutas, quiroprácticos y rehabilitadores – los artistas de blanco- son en general profesionales estupendos que saben al dedillo donde meter el ídem para coincidir justamente con la cabeza de ese hueso que, tan sólo de mirarlo fijamente durante cinco segundos, duele como jamás uno podría imaginar que doliera y que son los únicos autorizados a “maltratar a la gente” sin que se les pueda denunciar.
Pero lo que toda una vida de trabajo ha destrozado no hay “mano de santo” que vuelva a dejar en su estado original; es decir, perfecto. Porque la rehabilitación es una mentira, y bien gorda, nada vuelve a ser lo que era –no nos engañemos-, si acaso conseguiremos un “ten con ten” para seguir tirando hasta que nos llamen a capítulo definitivamente. Mientras tanto hay que contentarse con hacer –esta vez sí- las cosas bien. Aunque sea por primera vez en la vida.
En fin.
LaAlquimista
*Imageshack.es