A veces la gente se para delante de mí, justo donde estoy sentada con mi libro a cuestas y la imaginación a flor de piel. A veces se detienen tan-tan cerca que me es imposible obviar su presencia, dejar de escuchar su conversación, apreciar incluso el olor de su piel. La incomodidad entonces me asalta y me invita a moverme de sitio, desplazarme un poco más lejos de su involuntario avasallamiento, pero no siempre lo hago puesto que me he dado cuenta de que es un acto descarado, un poco flagrante, que incluso puede molestar al otro que no se ha dado cuenta de las invisibles líneas que delimitan los espacios individuales.
Así que ayer me quedé quieta en mi sitio, sin mover ni una pestaña, cuando a menos de medio metro del banco en el que yo contemplaba la tarde llena de vida ir y venir, se pararon a saludarse un hombre y una mujer. Adultos mayores ambos, expresaron sorpresa y agrado por el encuentro (sobre todo él) que saludó a su “amiga” con un sonoro beso en la mejilla (¿izquierda?) mientras que ella, mucho más comedida, se limitó a ofrecerle una sonrisa de compromiso.
La conversación fue anodina. Que si qué tal, que si cuánto tiempo, que si cómo van fulanito y menganita y que vaya tiempo más revuelto y ya parece que se van yendo los guiris en sus vuelos charter allende los Balcanes… Me tapaban el sol y como el sabio a Alejandro Magno les hubiera pedido que se desplazaran un metro a babor, pero no hizo falta. La conversación languidecía a ojos vistas y en tres minutos se despachó el encuentro. Ella adujo tener prisa y él dijo que también. Luego él volvió a posar un ósculo sobre la mejilla de la señora y ella tampoco se lo devolvió. Al salir cada uno para su lado, ella, de frente a mí, sacó de su bolso un pañuelo y se limpió –casi se restregó- la mejilla besada.
No pude reprimir un gesto de sorpresa (no era culpa mía, sino suya) por el detalle tan feo, tan feo…
Luego volví la vista hacia mi libro y dejé pasar la vida.
En fin.
LaAlquimista
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