Vivimos a golpe del calendario de la cocina. Esa es nuestra hoja de ruta, el cuaderno de bitácora alrededor del que gira nuestra parca biografía: dentista, ITV, ambulatorio y zapatero. A veces cae un pequeño –aunque contundente- obús en la rutina adocenante: una boda o un funeral. Entonces ponemos las velas al pairo y abrimos paréntesis hasta que vuelva a soplar el viento.
Si el calendario marca Mayo, abrimos las ventanas del ánimo y rejuvenecemos por decreto-ley un par de años durante un par de días: justo lo que dura el efecto de la publicidad y el primer sol con los brazos al aire. Si el calendario marca Agosto, pensamos en desempolvar maletas y meter en ellas el polvo anímico acumulado en los últimos once meses y llevarlo lejos para sacudirlo fuera de casa.
Pero cuando el calendario marca Octubre nos quedamos impasibles. Un nuevo curso ha comenzado aunque ya no estemos dispuestos a estudiar nada más, hartos de repetir asignaturas, de no ser capaces de superar –un año y otro más- la barrera que separa a los que son “muy listos” de los que somos “muy ingenuos”. En Octubre nos quitan los días la inconsciencia del verano, queda lejos ya el tiempo relajado, la prensa vuelve a machacarnos con las nuevas desgracias informativas, la televisión se llena de anuncios de coches, de revolcones en directo –en tertulia o en informativo-, suben los precios de las cosas, bajan los valores humanos, vuelven las prisas, el miedo, la rabia, el desencanto.
Lo peor del calendario en el mes de Octubre es que no pasa nada; ni una fecha en rojo para darle una pequeña alegría al cuerpo, ni la más mínima esperanza se divisa de que “esto acabe de una maldita vez”. Presagiando un invierno frío por fuera y por dentro al que nos someteremos con la cabeza gacha y un abrigo nuevo en el armario.
Lo mejor del calendario en el mes de Octubre -y en cualquier mes- es que se pueden arrancar las hojas o volverlo de cara a la pared. Yo he probado a hacerlo, a no mirar más nada, a no apuntar citas ni obligaciones en sus recuadros en blanco, a recortar la foto del bombero medio desnudo para alegrarme el ojillo mientras plancho mis blusas.
Y miro por la ventana cada mañana, incluso la abro y respiro el aire fresco que se me regala. Huele a otoño, huele a tierra húmeda, a árboles tranquilos.
En vez de buscar siluetas humanas escudriño entre las nubes el esbozo de mi pequeña ilusión cotidiana y si no lo adivino, cierro los ojos y respiro desde el centro de mi ser, suavemente primero, con intensidad después. Me lleno de vida y ya no me interesa el calendario.
En fin.
LaAlquimista
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Fotografía: Gonzalo Iza