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Cecilia Casado

A partir de los 50

Como mi ombligo hay muchísimos

Toda la vida creyendo que tenía un nombre y un apellido poco corrientes, y ahora descubro –en un rato perdido en que me he perdido por Facebook- que así, a botepronto, hay inscritas como dos docenas de mujeres que se llaman como yo: Cecilia Casado. Y mira que mi nombre es poco habitual y que mi apellido no es un gentilicio terminado en “ez”…

Es curioso cómo durante una época de la vida, para reafirmarnos en nosotros mismos, necesitábamos ser como los demás, diferenciarnos lo mínimo posible de los compañeros de colegio, -llevábamos todas las chicas el mismo uniforme durante la semana y el mismo tipo de ropa los domingos-, de los amigos de la cuadrilla, no llamar la atención para que nos dejaran en paz y nadie se metiera con nosotros; y luego, pasados unos años, nos entró –a casi todos- como una especie de neurosis en la que queríamos ser únicos, peculiares, “auténticos” y diferenciados del resto no nos fueran a confundir con alguien parecido.

Ahí pudimos echar mano –más o menos- de diferentes señas de identidad: los chicos se dejaban barba o se rapaban al cero, las chicas nos pintábamos el pelo de colores o nos disfrazábamos de Diane Keaton. Algunas hasta intentaron rizar el rizo y fumar con boquilla (aunque nunca vi a una mujer fumando en pipa). Ponerse sombrero cuando ya no estaba de moda, usas tirantes en vez de cinturón, cambiar el coche por la bicicleta, leer en los bares, hacerse vegano, darle a lo prohibido aunque no fuera más que para llamar la atención…

Pero en el fondo todos éramos iguales; hijos de nuestra época con mayor o menor inquietud por saber lo que pasaba fuera y lo que se cocía por dentro en una búsqueda desasosegada de la “diferencia”, de una especie de “etiqueta de identidad” que evitara sentirse parte de un rebaño indistinguible de churras y merinas haciendo las mismas cosas al son de la misma batuta.

Yo creí durante muchos años ser única y peculiar, diferente en todo y frente a todos, hasta con un nombre nada “vulgar”, y también –hace ya muchos años- me dí cuenta de que todos, absolutamente todos estamos hechos de la misma pasta sociocultural, que nos mueven las mismas cosas, que tenemos parecidos hábitos, comemos igual, sufrimos igual, vivimos sin salirnos del tiesto… Hasta que llegó el tiempo de la humildad de reconocer que no hay distingos, ni por nombre ni condición, que hay una esencia interna compartida por todos, un lugar recóndito del ser humano donde no hay artificio, ni trampa ni cartón, sino una luz que nos ilumina para mostrarnos el camino hacia la paz, la generosidad, la expresión del amor común.

Mis señas de identidad ya no las utilizo como tal sino como parte indeleble de mi personalidad, como una nariz grande –que también la ostento. Ya pasó el tiempo de querer fundirme con el entorno y el tiempo de desear diferenciarme del resto; ahora me da exactamente igual porque he aprendido una lección que desconocía: a ser YO sin fijarme en nada más. Que no es poco.

En fin.

LaAlquimista

Por si alguien desea contactar:

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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