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Cecilia Casado

A partir de los 50

De lo que me libro no viendo la televisión

Pasé una larga época de mi vida sin tener aparato de televisión en casa; ocurrió cuando me independicé y decidí cambiar ciertas pautas que me habían sido impuestas. Fue una decisión libre que luego tuve que reconsiderar –al cabo de diez años- por respeto a una hija que me pedía saber quién era Espinete para que no se burlaran de ella en la escuela. Así que metí al enemigo en casa obligada por las circunstancias y desde entonces me arrastré –por amor, pero me arrastré- por los páramos agrestes y molestos de la manipulación a cara descubierta, subliminal y de la otra, hasta alcanzar, pasados ya los cuarenta años, los prados bucólicos de la paz y el silencio.

Durante casi siete años mi vida giró alrededor de la programación televisiva, sobre todo a los horarios de los partidos de fútbol y de las series “familiares” para dar gusto a tirios y troyanos. Hubo que comprar un sofá nuevo para estar más cómodos y se consumieron en casa cantidades ingentes de palomitas de maíz y pizzas precocinadas. Fueron los tiempos en los que todavía no se habían inventado ni los “reallities” ni los programas infectos de tertulianos, siendo lo más friki que se podía ver los documentales de la 2 y los programas para niños conducidos por adultos con bajo coeficiente intelectual.

Curiosamente, la niña que demandaba televisión dejó de interesarse por ella y recogió el testigo un marido adorador absoluto y entregado a la programación televisiva. Pero como no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista, llegó un día en que las aguas volvieron a su cauce, me divorcié y volví a ser dueña y señora de mi castillo y con capacidad de decisión libre sobre cómo defender las mentes de mis hijas. Así que, de golpe y porrazo, convertí “la caja tonta” en una pantalla de uso (casi) exclusivo de películas. Me hice socia honoraria del primer video-club del barrio y comencé mi ardua tarea de alejarme de la manipulación que ya comenzaba a entrar a raudales en la sala de mi casa y en nuestra vida.

Llamadme “rarita” o peculiar, tanto da, pero mirad todo lo que he conseguido. A saber: que mi nueva pareja y yo pusiéramos mucho interés en nosotros mismos a la hora de las comidas y en las sobremesas. Que no se nos  atragantara el condumio por culpa de escenas truculentas o morbosas. Que no perdiéramos nunca el gusto por leer un buen libro.

Sentir que la manipulación mediática la podemos poner en OFF siempre que queramos (la radio tiene emisoras sólo de música que son buenísimas). Acostarnos por la noche sin el alma encogida y despertarnos por la mañana con la ilusión de que todavía algo es posible y, en el lapso de tiempo transcurrido entre uno y otro menester, no haber tenido pesadillas con ladrones, violadores, sinvergüenzas o matanzas diversas.

No mirar la televisión no significa cerrar los ojos a la realidad (cruel) del mundo. Significa tan sólo elegir un modo de vida, preservarse de la manipulación ejercida desde los estamentos de poder hacia la pobre mente cansada del individuo honrado. No mirar la televisión conlleva preservar un pequeño e íntimo espacio en lo interno para llenarlo con aquello que realmente nos provoque paz, sosiego y dulzura. Quizás el silencio, quizás una buena conversación… ¡hay tanto donde elegir!

Porque la televisión sirve (entre otras cosas) para llenar soledades, ocultar desamores, abarrotar el silencio de ruidos absurdos y estropear la parte de nuestra alma que todavía lucha por preservar la propia esencia, ese “yo” que también tiene derecho a expresarse, a desperezarse sin miedo, a ser auténtico y no impostado.

Me hace personalmente muchísimo bien restringir el uso de la pantalla que decora la sala de mi casa a películas escogidas y –una vez a la semana- un programa de denuncias periodísticas que -de momento- no me ha decepcionado demasiado. Siento una sensación de libertad, de uso de mi libertad, al saber que soy la dueña de mi tiempo, de las imágenes que permito entren en mi mente, estando este maravilloso privilegio tan sólo a golpe de un “clic”.

Ya me cuentan los demás lo que todos saben y se empeñan en que yo sepa: los anuncios de la lotería de navidad (que no voy a comprar), los desmanes de un friki caradura de veinte años, los que entran en la cárcel por ladrones y los que salen de la cárcel a la espera de volver a robar. A veces tengo que ponerme seria y pedir, por favor, que no me cuenten, que no se esfuercen en cambiar mi forma de ver el mundo, que no me den a leer artículos sobre temas inanes, superfluos, absurdos, irrelevantes para mi desarrollo vital como persona humana. A veces pongo cara de estar en Babia porque se habla de situaciones que no me interesan, de personajillos que no sé quiénes son… y guardo y dedico la energía que me ahorro en mirar la televisión en hacerlo hacia donde me interesa de verdad.

Pero este es otro tema.

En fin.

LaAlquimista

 

Por si alguien desea contactar:

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Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


diciembre 2014
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