A esta bendita ciudad le quedan muchísimas cosas buenas aun quitando las malas y los parques son uno de mis escondrijos favoritos; mientras quede buena luz y algo de calorcito prefiero leer sentada en un banco o debajo de un árbol. Así estaba el otro día, enfrascada en la lectura, cuando una señora de unos setenta y tantos me pidió permiso para sentarse a mi lado. (De entrada, buena educación) Rostro afable, enmarcado por un corte de pelo sencillo, sin retorcimientos y de su color natural, sus ojos azules conservaban un brillo pícaro que hacía juego con el gesto amigable. Le sonreí a la vez que le expresaba mi absoluta conformidad para compartir el banco y ahí se acabó la paz y empezó la gloria.
Miró mi libro por encima y enseguida me preguntó si me gustaba mucho leer y como me la venía venir, cerré el libro, le dije que sí, que amaba la lectura pero que también me gustaba charlar. Su sonrisa se ensanchó sin rubor y comenzamos a realizar el ritual habitual en estos casos; de qué barrio eres, estás casada, tienes hijos, cómo no trabajas siendo tan joven, etc. (bendita perspectiva).
El caso es que al cabo de unos veinte minutos ya nos habíamos contado la vida, sobre todo ella a mí la suya y de la que –obviamente- no voy a dar detalle alguno. La conversación –pausada y agradable- rebasó el mediodía tranquilamente y cercana ya la hora de ir a preparar la comida, salimos del parque cogidas del brazo (me apoyé en ella para no resbalarme pues había algo de barro en el camino ¿ o fue al revés?) como viejas conocidas o como madre e hija para los ojos de un observador ajeno.
Llegué a casa con la sonrisa más grande de las últimas semanas.
Hoy la he vuelto a ver desde lejos en el mismo parque aunque en una zona distinta. Estaba sentada en un banco recibiendo el poco solecito del mediodía y charlando animadamente con un chico joven que tenía un libro en el regazo y una muleta apoyada junto al banco.
Es un truco estupendo y no pienso esperar a tener setenta años para ponerlo en práctica.
En fin.
LaAlquimista