Una de las más agradecidas ventajas de estar prejubilada es la de poder quedarte en la cama cuando estás enferma. Parece una verdad de Perogrullo, pero no lo es en absoluto porque durante toda mi vida laboral tuve la insana costumbre de ir a trabajar con los virus a cuestas –excepto cuando estos se agrupaban en batallón invencible- y sufrir en vertical lo que tenía que haber sudado en horizontal. Es curiosa esta actitud –compartida por miles de trabajadores- de no pedir una baja aunque la cabeza esté a punto de estallar y los mocos cuelguen como estalactitas o de seguir al pie del cañón con dolores musculares, lumbalgias y contracturas presumiblemente ocasionadas –para colmo- por el desempeño de la actividad laboral.
No se trata ahora de ver quienes eran los “buenos” y quienes los “vagos” de la película, aunque todos hayamos tenido que compartir el pan, la sal y el salario con compañeros asiduos a las “bajas de los lunes” o con los que en cuanto les daba el aire de costado se tomaban unos días de descanso. Se trata de lo que se trata, de que es una auténtica liberación poder quedarse en casa, incluso en la cama, viendo pasar la vida por la ventana mientras los pañuelos de papel se acumulan en la papelera y los zumos de naranja se convierten en el mejor aperitivo. Sentir que no se le está robando nada a nadie –ni a los compañeros, ni a la empresa, ni a la familia, ni siquiera a la Seguridad Social- sino que, por el módico precio de la prejubilación adquirida después de treinta y seis años de trabajo activo, uno tiene todo el derecho del mundo de curar su salud con los mejores medios a su alcance.
¿Qué nos pasa a tantas personas que hemos sido incapaces de cuidar de nosotras mismas como hubiera sido necesario? ¿Por un falso prurito de responsabilidad? ¿Acaso alguien te lo agradece…? (Que ésa es otra).
Sigo teniendo amigos y amigas que estando “hechos polvo”, con un trancazo de aquí te espero, siguen acudiendo a su trabajo al punto de la mañana. Obviamente, a última hora de la tarde hay que recogerlos con pala y no tienen fuerzas más que para arrastrarse mal que bien hasta el “lecho del dolor” desde el que ahora mismo, cómoda y tranquilamente, escribo yo.
Me ha hecho falta firmar la baja de la plantilla de la cooperativa para tener ganas e interés en cuidar mi salud como no lo hice mientras figuraba en nómina. Y es que se te quita de encima la losa mental de que no tenemos derecho a faltar al trabajo para que no nos miren con malos ojos, como si pillarse una gripe fuera algo que uno hace aposta mientras que romperse una pierna esquiando tiene más predicamento e incluso más justificación ante el departamento de personal.
Así que ahora que no tengo que dar cuentas a nadie del (des)empleo de mis horas laborables (es decir, de lunes a viernes según se entiende) me permito el lujo de quedarme en la cama tosiendo tranquilamente (o menos) mientras dejo que la fiebre me arrastre a ese estado de duermevela inocente en el que todo está en orden y nadie llama a la puerta mental para hacerte un reproche.
Desde que tengo memoria me enseñaron a “no estar sin hacer nada” como si la inactividad fuera la antesala de la muerte o algo parecido. No tengo memoria de haberme quedado en la cama, faltando a clase siendo niña o jovenzuela, jamás, aunque probablemente de eso se acordará mejor mi madre que yo y dirá que sí, que cuando pasé el sarampión o algo así, pero creo que eso no cuenta. Me enseñaron a ser responsable, a cumplir con mis obligaciones (aunque estas fueran incoherentes o injustas o excesivas).
Recuerdo el frío horroroso que pasaba en invierno yendo al colegio con una capa encima del uniforme en vez de con un buen abrigo acolchado (es que no se habían inventado todavía) o con los pies siempre húmedos gracias a las horrendas y preceptivas botas katiuskas para la lluvia. Fueron pruebas definitivas que forjaron mi “buena salud” aunque yo creo sinceramente que lo que hicieron fue volverme de “gore-tex” ya para siempre…
Mi relación, pues, con el dolor –físico- y la enfermedad quedó determinada para los restos. No recuerdo haberme quejado nunca de lo que picaban los arañazos y rasponazos sangrantes en las rodillas, ni del dolor de cabeza de los capones y collejas, ni de un parto “a pelo”, ni de cuando tuve el accidente con la moto y me puse morada tirando a negra desde la punta de los pies hasta más arriba de los muslos (ahí sí que estuve de baja laboral varios meses hasta que aprendí de nuevo a andar)
Es ahora, desde “el lecho del dolor” de un triste trancazo de principios de año, cuando me doy cuenta de la relación tan estúpida que he tenido durante casi toda mi vida con la enfermedad, el decaimiento físico y el malestar en general. Es ahora, digo, cuando me permito reconocerme a mí misma en la debilidad física y protegerme para mejor recuperar los restos de mi lozanía. Y dedicar estas palabras a todas aquellas personas que se sienten “superman” y no prestan atención a los avisos estruendosos que les envía el propio cuerpo pidiendo cuartelillo. No sabrán qué precio tan alto se paga por ello hasta que sea demasiado tarde, me temo.
En fin.
LaAlquimista
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* Amanda Arrou-tea. Oleo sobre madera
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