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Cecilia Casado

A partir de los 50

Otro año sin comer angulas

Las angulas son esos bichitos pequeñitos, como gusanos blancos con una rayita negra en el lomo –que es su label de calidad-, que cuando crezcan se convertirán en el llamado pez anguila. Es decir, son alevines que, aun cuando debería estar terminantemente prohibida su pesca y consumo, las leyes de la oferta y la demanda los encumbran al Olimpo de los placeres gastronómicos. Obviamente, el precio es “olímpico” también y, aunque no faltan en el mercado, tan sólo las economías de ciertas personas pueden permitirse su ingesta.

La última vez que degusté tan –desde mi punto de vista- excelso manjar fue hace diez años, en una víspera loca de San Sebastián, en que alguien fue a Francia (donde históricamente son menos caras) y compró algo más de medio kg. y nos lo comimos entre cuatro con la conciencia embarrada por saber que encima de la mesa estaba el presupuesto semanal en comida de una familia de cuatro personas. A mí me invitaron –no quedaba otra-, pero no olvidaré el placer psicológico que supuso la cena de aquella noche.

Comer angulas nunca fue tema baladí; a pesar de que había gente que se congelaba en las riberas del Urumea, con el fanal y las botas, para luego poner el botín sobre la mesa (o venderlo en la lonja a precio de oro) en la memoria colectiva siguen quedando como el mayor dispendio culinario que se podía hacer por estas fechas. Ni langosta, ni foie: angulas y punto.

Eran otros tiempos, qué duda cabe. Vivíamos alegremente –los que ahora tan sólo tenemos media sonrisa- sin pensar en más utopía que la generada por la fuerza de nuestra juventud. Había mucho que cambiar –demasiado-, pero había ganas, ímpetu, ilusión…y angulas.

Recuerdo aquellas navidades de los años setenta en que íbamos –como medio Donosti y media Navarra- a Hendaya, a hacer largar colas y comprar el codiciado manjar cuando todavía no habían inventado el pestífero sucedáneo (que cuesta lo que no vale) que engulle ahora todo quisque como si diera lo mismo comer jamón ibérico que mortadela.

Mi hija pequeña nunca las ha probado (y no sé si las llegará a probar alguna vez). Ahora mismo, una cashuelita de angulas vendría a costar unos 75€ por persona y eso cocinada en casa… ¿Acaso es tanto el dispendio? Pues no me parece a mí porque, la verdad, miro los escaparates de las tiendas “de marca” y cualquier bolso cuesta de 600€ para arriba, los pantalones más solicitados no bajan de los 350€ y unas buenas zapatillas de cordones tampoco bajan de los 400€, pero con la marca bien ostentosa para que pueda ser ostensible. O quizás sea al revés.

Según esta proporción, supongo que quienes se gastan tanto dinero en ropa y complementos también podrán comerse unas angulas tan ricamente sin que les remuerda ni la conciencia ni el bolsillo…¿o no?

Lo que pasa es que mi mentalidad ha cambiado con el paso de los años. Antes lo miraba todo desde un prisma menos profundo –más superficial, obviamente- quitándole importancia a las situaciones que ahora están revestidas para mí de un valor intrínseco mucho más elevado.

No se trata de tener o no tener dinero para comer angulas, sino de tener o no tener conciencia para comérselas al precio que cuestan. Cuando hago estos planteamientos “económicos” siempre me contestan (los mismos) que cada uno hace con su dinero lo que le da la real gana y punto.

Sí, ya sé que esto es así en esta sociedad; sí ya sé que no debo juzgar a nadie por cómo busca y encuentra sus pequeños placeres aunque estos sean únicamente producto del dinero, de mucho dinero.

Ayer mismo una persona amiga me dijo: -“Si quieres, el lunes cenamos angulas porque me hace mucha ilusión invitarte”. Mi ábaco mental hizo un rápido cálculo y me salió la cifra: 150€ para dos personas. Era su dinero (es su dinero) pero a mí no me apetece “colaborar” porque ahora valoro mucho más otras cosas. Además, tengo que ser coherente conmigo misma y eso…también tiene un precio.

Osease, que… ¡otro año más sin angulas!

Feliz fiesta de San Sebastián a todos.

LaAlquimista

Por si alguien desea contactar:

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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