Cada vez que salgo de casa, que abandono mi “txoko” en el que me siento reina y señora –a la vez que protegida- sé que estoy exponiéndome a “otra realidad”, aquella que ocurre cuando los protagonistas son los demás y tengo que dejar espacio para que el “modus operandi” de los otros se imponga sobre lo que considero la “forma correcta” de hacer las cosas; es decir, a mi manera.
Cada vez que salgo de mi pequeña ciudad provinciana y voy a una gran ciudad sé que voy a aprender alguna lección importante y tan sólo me preocupo de que el precio a pagar no sea demasiado caro; es decir, que pueda reflexionar e incluso filosofar pero sin pasar por ninguna Comisaría a interponer una denuncia. La vida no es tan fácil como yo quiero pintarla a veces y sé que las carencias materiales impulsan al ser humano a penetrar en otro tipo de carencias que no tengo derecho a juzgar, pero de las que –por pura supervivencia- tengo que alejarme o precaverme.
Me tocó soportar en Madrid una especie de ola de frío de la sierra que me puso los nervios y la atención en alerta continua; en cualquier esquina un viento devastador podía quitarme las ganas de pasear, de disfrutar, de ir de aquí para allá y no estaba dispuesto a ello. Así que pedí prestado a una amiga un abrigo extra y me lancé a la calle disfrazada de mí misma pero con mucho frío. ¡Qué verdad es el dicho ese de “ande yo caliente y ríase la gente”! Ahora que miro las fotos de esos días pasados tengo que reconocer, con sonrisa complaciente, que –efectivamente- recordaba a algo parecido a un yeti urbano en femenino… Me tocó soportar en Madrid también otra ola de frío que no tenía motivos para imaginar porque, viviendo en un círculo pequeño, -como es el nuestro- uno acaba al final creyendo que el ser humano es igual o parecido en todas partes; craso error.
El primer encontronazo con esa otra realidad me sorprendió cuando me dirigía a compartir una velada con mis queridas primas y primos, y con la intención de aportar unas flores al evento, empecé a buscar una floristería. Al no hallarla en ninguna calle próxima a la que me encontraba decidí preguntar y para ello –psicóloga que es una- rebusqué entre los paseantes a quienes podrían (eventualmente) habitar en el barrio –uno de los barrios elegantes de Madrid- para así acertar en mi demanda. Descarté a unas cuantas personas –por motivos que no vale la pena mencionar- y elegí a una pareja de ancianos, bien trajeados, con aspecto de salir de misa, ella protegida en su abrigo de pieles y él protegido en el brazo de su mujer, en el que se apoyaba. Con mi sonrisa de chica buena y educada, me acerqué y les dije: -“Buenas tardes, me permiten una pregunta por favor…” y ella, con ademán displicente y despectivo cortó en seco mi voz y mi sonrisa con un: -“NO, que tenemos prisa”. Como soy rápida de reflejos, saqué al diablillo personal que siempre llevo en el bolsillo y le dije a la “señora” –por supuesto sin perder la educación- “Pues no se preocupe, muchas gracias por su amabilidad” a lo que el hombre, sabiendo de qué iba el percal, me dirigió una mirada más que elocuente que albergaba una pequeña disculpa por la mala educación de su mujer. (Lo de que tenían prisa, no sé yo para qué, porque caminaban a paso tortuga, pero en fin).
Cuando me reuní con mis primos y ante el relato de mi pequeña desazón, me quitaron toda la razón; es decir, me explicaron que no se puede ir por la calle sonriendo, parando al personal y haciendo preguntas, porque la gente entiende, espera, teme y no soporta…que le pidan dinero, le intenten vender algo o le quieran afiliar a cualquier ong de las miles que existen. Y que “los peores” son los que van bien vestidos, que a los “pobres” se les ve venir y se disfrazan para que no se les rechace a manotazos.
No se rieron de mí, ni mucho menos, ya sé yo el cariño que nos profesamos, pero sí que me sentí un poco como aquella paleta que venía del pueblo a la gran ciudad, con la gallina viva en la cesta y a la que todo asombraba.
Al día siguiente, fui observando a la muchedumbre. En el mismo centro, en la Gran Vía o en la Puerta del Sol, en cuanto intentaba acercarme a algún honrado ciudadano haciéndole ver que me iba a dirigir a él personalmente…¡rectificaban su rumbo medio grado para apartarse de mi camino…! ¡Será posible! ¡Igual era porque iba muy abrigada y pensaban que era una homeless que dormía al raso!
Bromas aparte y sonrisas también aparte, tengo que decir en mi descargo que, en mi ciudad, cada vez que alguien me pregunta algo, le respondo; si me quieren vender algo, respondo con una sonrisa negativa. Si me piden dinero, hago exactamente lo mismo, pero todavía no he llegado al extremo de ir apartando a los seres humanos que se dirigen a mí con un gesto entre asqueado y fastidioso. Y espero que me dure la actitud…excepto que me vaya a vivir a una gran ciudad, claro está, de esas donde hace tanto frío que hasta la gente se ha olvidado de guardar un poquito de calor en su corazón.
En fin.
Laalquimista
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