Soy la primera en aceptar mis contradicciones; de hecho, supongo que no podría vivir sin ellas puesto que me muevo según el viento, no me queda otra para navegar por la vida sin que se me vuelque la barca. Y es por eso que me sorprendo a mí misma (todavía me queda cuarto y mitad de esa capacidad) invitando con todo cariño a los amigos a mi casa, recibiéndolos con gozo y, por el contrario, siendo incapaz de corresponder a su hospitalidad cuando de acogerme a mí se trata. Entonces, rizo el rizo de las justificaciones y me alojo en un hotel.
¿Por qué no soy capaz de conciliar mis propias ideas y dejarlas dormir juntas en la misma cama? ¿Por qué tengo dos aparentes varas de medir en cuanto a este tema en concreto se trata?
Imaginemos –aunque la realidad anula la imaginación- que una amiga me expresa su deseo de conocer mi ciudad. Me falta tiempo para abrirle de palabra las puertas de mi casa, de asegurarle que me provoca un gran placer recibir invitados, que le daré las llaves para que tenga su independencia de entrar y salir cuando quiera, que hay espacio suficiente, que no sólo no me va a molestar sino que no le molestaré yo… En fin, que soy capaz de soltar de corrido la retahíla emocional de todo el beneficio que me supone recibir a los amigos en casa. Y no hablo por hablar, por supuesto que no, ya que soy sociable y “acogedora socialmente” hasta el punto de formar parte –ya lo he contado aquí varias veces- del Hospitality Club, ese grupo de gente rara que va por el mundo ofreciendo alojamiento a viajeros que estén inscritos en dicha asociación. Así que, con más razón todavía, para abrir las puertas de casa a los amigos. Faltaría más.
Sin embargo, y aquí viene la “pelea” conmigo misma, cuando viajo –y mira que viajo y me muevo- me cuesta muchísimo corresponder con la misma moneda, es decir, aceptar los ofrecimientos que generosamente recibo para hospedarme en casa ajena. Para que esto ocurra, para que sea capaz de aceptar esa generosidad, tengo que estar convencida, pero convencida totalmente, de que mi presencia en esa casa va a aportar algo a mi huésped. Por ejemplo. Tengo una amiga que vive en una maravillosa “casita de chocolate” en mitad de las landas francesas. Vive sola con su gata y cada vez que voy a pasar con ella unos días se pone tan contenta, pero tan contenta y feliz, que esa energía me mueve a acudir a su lado, bien entendido que yo también disfruto de la magia del entorno, del regalo de la naturaleza, de los bienes que me ofrece de la mano de su cariño y amistad. No le molesto, no nos molestamos, porque tiene una preciosa habitación de invitados independiente donde la privacidad es absoluta. No nos tropezamos por ningún pasillo… y eso es muy importante.
Hace un año exactamente –por poner el ejemplo contrario- acepté el ofrecimiento de un amigo que insistió de mil maneras para hospedarme durante mi estancia en Barcelona. Yo le expliqué que tenía algunas personas a las que ver, paseos que dar, exposiciones que visitar y asuntos que reflexionar y él me aseguró que dispondría de total independencia y que tan sólo compartiríamos el tiempo que ambos deseáramos. Creí en ello. Llegué en el tren de la noche, me vino a recoger a la estación y, muy amablemente en un taxi, nos dirigimos a su domicilio. Una vez allí me mostró mi habitación, me dio un juego de llaves de la casa y las buenas noches.
Cansada del viaje y algo hambrienta, le pregunté si no tenía algo de fruta que ofrecerme (tampoco le iba a pedir jamón y queso) y me dijo que fuera a la cocina y tomara lo que me apeteciera. Calmé los crujidos de mi estómago y me acosté sin más. A la mañana siguiente sentí que había demasiado silencio en la casa, temí haberme dormido y que mi amigo hubiera tenido que desayunar solo, quizás que me estuviera esperando quieto en el salón, miedoso de hacer ruido y molestarme. Me levanté y, casi a hurtadillas, asomé la nariz. Nadie a la vista. Vacío total. La puerta de su dormitorio estaba abierta y ofrecía la imagen del orden y la soledad. Así que empecé a imaginar cosas mientras me duchaba. Como en la cocina no había nada aparentemente preparado para el desayuno me lancé a la calle en busca de una granja donde obsequiarme con un copioso y contundente desayuno. Terminado este volví al piso pensando –quizás- que mi amigo había salido a: hacer la compra, por el periódico, al banco a pedir un crédito o a las Ramblas a hacerse un retrato. Le llamé al móvil y escuché el timbre de su teléfono en su habitación. Esperé hasta casi el mediodía y entonces fui yo la que me largué a las Ramblas. Así estuve llamándole cada media hora más o menos –y con ese nervio dejando de disfrutar de mi paseo- hasta que a eso de las cinco de la tarde atendió mi llamada -¡ya había vuelto a casa!- y me explicó que ya me había dicho que yo tendría independencia total… Lo que no me había explicado era que también tendría indiferencia. El caso es que volví a casa, le comenté mi sorpresa y me respondió que me había invitado porque así podría ahorrarme el hotel y, algún día, ofrecerle mi casa donostiarra para pasar unas vacaciones gratuitas él también.
Ni qué decir tiene que el hotel al que me dirigí ese mismo día me pareció una mezcla de paraíso y útero materno. En cuanto al “amigo” en cuestión, curiosamente, me llamó cada día de la semana para comprobar “si estaba bien”. No sé, igual le remordía la conciencia por algo…
Anécdotas aparte, es importante sentir que en casa ajena no se molesta a nadie. Si para acogerme alguien tiene que trastocar su rutina me provoca un malestar. Si para que yo obtenga comodidad otra persona tiene que perder parte de la suya no me puedo sentir feliz. Si tengo que hacer cola para entrar en el baño o que alguien espere a que yo salga para entrar me pongo nerviosa. Y cuando queda patente que “es cuestión de dinero” –el que cuesta el hotel- entonces lo tengo meridianamente claro; pago el precio de la independencia y todos tan felices.
Escribo esto tranquila, en paz conmigo misma, cuadrando mi agenda para estar con estos amigos y primas maravillosos que tengo en la gran ciudad y quienes, todos sin excepción, me han ofrecido alojarme en sus casas. No sé cómo lo he hecho para no herir la sensibilidad de nadie y asegurarles con mis abrazos y sonrisas que estoy feliz de compartir con ellos el tiempo que me dedican, a la vez de agradecer en lo más hondo esa hospitalidad que sé me han ofrecido de corazón.
Escribo esto tranquila, en el silencio de la habitación de mi hotel…
En fin.
*Comparte tus anécdotas en casa de “amigos y familiares”… seguro que aprendemos todos a la vez que sonreímos.
LaAlquimista
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