El tema este de la tecnología viaja a tal velocidad que ya nos parece lo más normal hallarnos en cualquier punto recóndito del mundo y que se nos ofrezca una conexión wifi que permita enviar la última foto simplona a quienes se han quedado en casa y no esperan otra cosa de nosotros: que les enviemos el documento gráfico de lo bien que nos lo estamos pasando.
Pero no todo es Jauja, ni mucho menos, hay lugares en los que la inoperancia de los operarios que atienden el mantenimiento efectivo del sistema –el Sistema- es palmaria; tanto que son capaces de guardar en el cajón de lo “no urgente” lo mismo que en mi empresa solíamos archivar –medio en broma medio en serio- en la “P”, de papelera. Así que heme aquí, desconectada del mundanal ruido de Internet, sin poder acceder al blog, ni ver on line cuál ha sido el último esqueleto en el armario de los nuevos “populistas”, ni actualizar mi perfil de Facebook (¿me olvidarán mis “amigos”?). Ni enviar whatsapps –ni recibirlos, qué descanso-, ni abrir el correo electrónico y enterarme de asuntos vitales para quien me escribe; en fin, en una isla desierta no estaría más dejada de la mano de los dioses. Tan sólo me queda el teléfono puro y duro, pero… ¿quién llama a nadie a estas alturas de la película?
Igual alguien está pensando que, cosa no improbable conociéndome, estoy en medio del sahel o en los aledaños de alguna reserva de animales salvajes al otro lado del mapamundi. O en una aldehuela de montaña, entre cabras y cabreros, o al final de un páramo hermoso en su propia desolación. Pues no. Estoy –ya digo- al final del punto de mira de la inoperancia administrativa de una gran compañía de telecomunicación en un país cuyo P.I.B. es –a ojo- como mínimo el doble que el nuestro, pero el tiempo es relativo de verdad y no como en las fórmulas de los sabios, relativo según se compare con… lo que se compare para no salir perdiendo.
Lo primero de todo lo que he hecho –al conocer el diagnóstico o sentencia de que no habrá conexión a Internet en una semana- ha sido colocarme en “modo zen”, después de aplicarme la sacrosanta “media hora de seguridad” para no despendolar mis terminaciones nerviosas en algo parecido a un estado pre-pánico.
Después de esta preparación a la aceptación –o no- de la cruel realidad, llamémosle también resiliencia si se quiere, he revisado las existencias de comida y bebida, como preparándome a un asedio emocional e intelectual por parte de las circunstancias. Entre mis seres queridos estoy y juntos resistiremos con la paciencia y sabiduría típica de estos casos: o te adaptas o feneces. Me siento como si, en vez de abrir el grifo, tuviera que ir hasta un pozo a sacar el agua; como si para saber qué última catástrofe, guerra o calamidad ocurrida en este planeta tuviera que esperar a mañana y leerlo en el periódico –y comprarlo que ésa es otra. (Que a nadie extrañe que no haya tampoco un aparato de televisión en el plano de la casa, eso es marca de fábrica) De repente llevo las manos libres –las mías-, pero libres de verdad y mis hasta ahora reflejos incontrolables de agarrar el móvil y echarle una miradita cada dos minutos van remitiendo, como la paz para un tic nervioso, como un maligno dolor de muelas, como el aviso de que ya no estoy condenada a prisión revisable sino que me ha caído del cielo la llave que abre las puertas de la cárcel en la que, yo solita y sin poder echarle la culpa a nadie, he ido cayendo desde hace un par de años.
Obviamente, para cuando estas palabras sean leídas por alguien ya habré vuelto a la vorágine de despertarme por la mañana y, lo primero de todo, casi antes de dar las gracias al Universo por estar viva un día más, consultar el frío y desalmado teléfono móvil que ha dormido junto a mí como el más fiel de los amantes antes de dejar de serlo. Cuando eso ocurra no sé si respiraré aliviada o seré capaz de darme cuenta de que ha valido la pena la experiencia, digo, esto de estar sin saber nada del mundo y sin que nadie de ese mundo se haya preocupado ni lo más mínimo por saber nada de mí.
Acaso creemos que somos más importantes de lo que realmente somos…y nunca es tarde para hacer una pequeña reflexión (de una semana sin conexión a Internet) y darnos cuenta de que para este viaje, -para el viaje de la vida, para el viaje de la paz y la felicidad- no necesitábamos tales alforjas.
En fin.
LaAlquimista
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