Es lo que toca por estas fechas: acordarse de los muertos propios que de los ajenos ya podemos hacerlo impunemente durante todo el año. Visitar el viejo recuerdo de los muertos familiares a golpe de cepillo de púas duras y limpiador desencrustante, como si a la pátina de gris olvido se le pudiera dar lustre una vez al año y con eso basta. El recuerdo de cara a la galería –que no digan que tenemos la tumba del abuelo (o de quien haya tenido la mala suerte de morir antes que nosotros) hecha unos zorros-; -o este año te toca a ti que ya me encargué yo el año pasado.- Teatro simiesco, ridículo, vergonzante e hipócrita donde los haya. Negocio de viveros y floristas acallador de conciencias una vez al año no hace daño.
Luego están los otros: los que aman y recuerdan a los que ya se fueron teniéndolos presentes en su corazón en un día a día gozoso, que es la única forma de no morir. Los que no creemos en más vida que la que ven los ojos ni en más amor que el que regala abrazos, comprensión y generosidad, no lloramos a los muertos ni necesitamos ponerles flores una vez al año, nos ahorramos el grotesco espectáculo del cementerio el día 1 de Noviembre.
Soy visitadora habitual de camposantos: opino que son lugares provistos de una energía especial (y no me refiero a nada especialmente espiritual sino todo lo contrario), lugares con historia propia que permite reflexionar mientras se pasea entre las tumbas en un día de sol. También se puede realizar el mismo paseo un día de gris lluvia y cielo plomizo y la reflexión tendrá otro tinte; sobre todo otro grado de humedad.
Hoy es un día de fiesta: las flores cubrirán de vergüenza las tumbas de los muertos olvidados y harán revolverse de gozo a aquellos que saben que les siguen recordando aunque no les adornen la piedra que guarda su espíritu con flores del chino de la esquina. Las pastelerías venderán a precio de oro unos vulgares rollitos de mazapán rellenos de un suspiro de crema, nata o chocolate. Si por lo menos los hicieran de langostino…
En fin.
LaAlquimista