‘I love Paris’. Ni puedo ni quiero evitarlo, reconozco que es una pasión que me domina, un deseo nunca del todo satisfecho. Y es por eso que, una y otra vez, vuelvo a la ciudad que me enamora. París es mucho más que las postales que todos conocemos, mucho más que la imagen ofrecida como señuelo a los visitantes. París es la ciudad perfecta para el viajero, que no para el turista.
Ser turista en París es demasiado fácil: tan sólo hay que subirse en un autobús de colores y dejarse llevar, ponerse el último allá donde se vea una larga cola o seguir el paraguas alzado de cualquier guía japonesa. De esa forma se obtendrán fotos delante de Notre Dâme, con la Torre Eiffel al fondo, en las escaleras del Sacré Coeur o frente al Arco de Triunfo. El recuerdo nos llevará por la visita –obligada si hay niños- al parque temático de moda, al cafecito pagado a precio de oro en una terracita y a la marabunta del gran patio del gran museo bajo la pirámide. Poco más.
Después de esa prueba de fuego –quién se ha librado de ella-, París hace el guiño cómplice al que quiere ver, sentir, oler, escudriñar; una invitación sugerente e imposible de rechazar. Al igual que un amante en su segunda cita desea desnudar sin prisa, acariciar cada pequeño hueco, deleitarse en un silencio lleno de palabras antiguas, recorrer sin timidez alguna la inédita geografía de una nueva pasión, así se ofrece la ciudad a ser explorada para quien tenga la delicadeza y el buen gusto de hacerlo.
Cada vez que regreso a esta ciudad divina, retomo mis puntos de referencia ineludibles; el paseo desde el Arsenal hasta la isla de Los Cisnes, siguiendo el río, unos pocos kilómetros que discurren por los muelles donde las ‘casas-barco’ inundan de colorido la ribera hasta esa pequeña isla artificial donde se halla la más sorprendente estatua de Paris, una réplica de la Estatua de la Libertad, un cuarto de tamaño de la original, ofrecida por la Comunidad Americana a Francia en conmemoración del centenario de la Revolución Francesa.
Después doy la vuelta por el Campo de Marte, sonrío a la Torre, retomo el río cruzando un puente cualquiera y vuelvo a cambiar de ‘rive’ en el siguiente. El río. Magnífico, hermoso. Lleno de historias y de sueños enamorados protege el deambular pacífico del paseante que se abstrae, que viaja en su mente a otro tiempo sin sacar billete alguno. Me acerco de nuevo al ‘kilómetro cero’, esa losa estrellada delante de la Catedral y sigo –calle arriba- hasta el gran Jardín donde me esperan –invitadoras- las sillas y tumbonas para descanso del alma fatigada.
Una vez que compruebe que los puntales siguen en su sitio, retorno a Bastilla, en autobús mejor que en metro, mi barrio por excelencia, parisino, auténtico, sin estridencias, popular, donde el mercado se abre a pasajes escondidos y luminosos, donde los pequeños bares y bistros dan cobijo a la vida de Paris lejos de la superficialidad que se le ofrece al turista.
La cena, pausada y adornada con velas, en un pequeño restaurante senegalés (“Waly Fai” en la Rue Godefroy Cavaignac) va acercando el punto final a una jornada larga y premonitoria del placer por venir. La rue de Charonne bulle de jazz y las terrazas salpican la noche de risas y buen humor.
Todavía no he desecho mi equipaje de libertad y ganas de sentirme, también aquí, feliz.
En fin.
LaAlquimista
Foto: C.Casado. Paris. Una esquina cualquiera