Intentar distinguir estos dos conceptos sin hacerse un nudo mental es tarea que cualquiera no está deseoso de realizar ya que implica echar humo por las meninges y no pocos requiebros en la parte más emocional, aquélla que habla de sentimientos y temblores. De hecho, casi todo el mundo sabe qué es la libertad aunque la definición esté más vinculada a su interés personal que a otra cosa. Hablamos de libertades desde el prisma democrático, aunque este concepto se oscurezca y enturbie en cuanto cruzamos ciertas fronteras en el mapa.
Hay frases-guía para el concepto. Por ejemplo, que “mi libertad termina donde empieza la del otro” y parece que con eso se acaba la cuestión. Yo soy más de la cuerda de Fromm que preconiza que el ser humano tiene “miedo a la libertad” porque prefiere “ser mandado” que tener que luchar por buscar su propia esencia y ser coherente consigo mismo. Todo un temazo para tan poco espacio.
Lo del libre albedrío es otra cosa…mucho más complicada, pero resumiendo podríamos decir que es la capacidad que tiene todo ser humano de tomar sus propias decisiones en un despertar de la conciencia que pone en solfa el determinismo religioso que prefija que hay un Dios que manda y dirige el cotarro.
Pero me pierdo entre la escatología y la filosofía que salpican estos dos conceptos –y además esto no es un foro de debate sino un blog de andar por casa.
Lo que ocurre es que ando ahora luchando y sufriendo con un tema personal que me pone contra las cuerdas en tanto en cuanto tengo que respetar el libre albedrío de otros aunque se me quede disminuida mi libertad de hacer lo que creo que tengo que hacer.
El problema estriba en que he crecido en un mundo que se pasa por el arco de triunfo las decisiones de los demás anteponiendo criterios supuestamente más “sabios”. Me enseñaron a discutir, argumentar y pelear por conseguir ganar cualquier pulso, es decir, me enseñaron a que “uno puede hacer lo que quiera” siempre y cuando detente el poder de hacerlo. O sea, respetando las jerarquías establecidas.
Y no. No siempre son los padres los que tienen la razón con respecto a los hijos, ni los gobernantes respecto al pueblo, ni los jefes respecto a los empleados. Pero se nos presentan los hechos como si hubiera un escalafón a respetar por encima de la propia libertad del individuo y el libre albedrío que también forma parte de él.
Si no luchamos otorgamos, de acuerdo. Pero aceptar las decisiones que toman los demás con respecto a su propia vida es también una forma de amar porque no se trata de ver quién tiene más fuerza, ni quién aprieta más para obtener una victoria pírrica.
Así que utilizo mi libertad para aceptar la libertad y las decisiones del otro.
En fin.
LaAlquimista
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