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Cecilia Casado

A partir de los 50

Reflexiones al borde del mar (1)

 

Cada año me marcho antes de vacaciones; ya ni siquiera espero a que llegue el solsticio de verano para inaugurar la temporada en “mi otro mar”. Supongo que es una especie de huída del mal tiempo o de la ausencia de tiempo –en el sentido meteorológico lo primero y en el social lo segundo-, el caso es que me doy argumentos contundentes como pedradas para hacer las maletas, del tipo “ahora no habrá nadie” o “quiero bañarme en el mar sin tragar porquería” y me atravieso los Monegros cantando las de Nino Bravo a voz en cuello.

Una vez que llego al txoko mediterráneo, hago una inspección de la zona, con el corazón en la boca de la emoción, para descubrir, regocijada, que los jolgorios nocturnos se limitan a unas sardanas en la plaza Mayor y que las cañas con arbequinas siguen costando un euro veinte. Saludo a mi vecino el navarro que, como yo, sabe lo que es bueno y barro un poco, coloco el ordenador y mis libros, la camita del perro y me pongo el uniforme de estar aquí (signifique esto lo que signifique, pero ya nos entendemos)

El día de mi llegada voy siempre a “inaugurarme” cenando una fideuá absolutamente artesanal en el restaurante que está a pie de playa, sin más música de fondo que la que viene de la mar. A veces hay alguien despistado o alguien avispado, en estas fechas casi siempre se cena en silencio dejando las palabras para después de la crema catalana.

El paseo para bajar la cena moja los bajos del pantalón y llena de estrellas el techo y el horizonte hasta donde alcanza la vista y el deseo. Son las once de la noche y el tiempo se ha detenido junto con el calendario. Dormir y descansar es lo mejor que se puede hacer.

Al día siguiente, cuando ya he recorrido un par de  kilómetros de dura arena, contando los peces de la orilla y mi cuerpo está fresco y repuesto de la caminata con un magnífico baño en las aguas (todavía) limpias y cristalinas, al filo de las once de la mañana, me desvío un poco de mi trayectoria para comprar algo de fruta y paso por delante del hotel mastodóntico donde suelen recalar los turistas rusos, croatas o polacos que vienen en vuelos low cost desde sus países. Son gente joven con niños pequeños o gente mayor como niños pequeños. Dejan la playa a su espalda y se quedan en las piscinas cementadas, tumbadas sus blancas (pronto rojas) carnes en las mismas tumbonas de todos los veranos, resoplando las salchichas y los huevos y el bacon del desayuno a la espera de que vuelvan a abrir el bufé de la comida (todo incluido, pulserita precintada, bebidas aparte). Algunos se acercan tímidamente a la orilla del mar y posan para enviar un whatsapp cargado de nostálgica envidia a los amigos o familiares que no pudieron pagarse ese viaje “al sol de España, tres comidas de veinte platos diarias, todas las habitaciones con baño privado, cama supletoria no incluida”.

No les verás por el pueblo apenas, parece que no les interesara relacionarse con los “aborígenes” –léase españoles y catalanes- por eso los vendedores ambulantes ilegales plantan sus mercaderías en las aceras aledañas al hotel y consiguen venderles auténticas imitaciones de bolsos plastificados a buen precio –previo regateo en una mezcla de swahili o árabe subsahariano y lo que se hable tras los Balcanes, Urales y Cárpatos. Ese será prácticamente el único dinero que dejará ese turismo en este lugar, entendiendo que la Agencia de Viajes que les ha traído es nacional de su país y exceptuando alguna propina que dejen a las camareras del hotel (y esto es imaginación mía).

Yo soy tan pobre en dineros como ellos o más, soy consciente de que como en mi casa la mayoría de los días comida comprada en el mercado (o merca-dona) y de que ni siquiera dejo mis euros en las manos de los mafiosos que explotan a los vendedores “de manta”; quizás los turistas sean conscientes de que hay alguien más pobre que ellos todavía, no lo sé.

Las circunstancias nos hacen tener esquemas mentales diferentes, a mí me da por pensar que estos extranjeros padecen el síndrome del turista de medio pelo y ellos igual piensan de mí que soy una aborigen en chanclas y con perro. No quisiera juzgarles sino entender, pero no hablo ruso…

En fin.

LaAlquimista

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Foto: Cecilia Casado

 

 

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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