Que todo hombre tiene su “lado femenino” es algo a lo que nos hemos acostumbrado gracias a las películas francesas y a algún amigo sincero. La sociedad llega a aceptarlo sin burlarse (afortunadamente) excepto en ambientes manifiestamente expuestos a la burricie. Pero cuando hablamos del “lado masculino” de una mujer ahí ya aflora una mueca que pocas personas son capaces de evitar.
No voy a hablar de hemisferios cerebrales ni de hormonas saltarinas porque creo que ya no hace falta; nos vamos conociendo. Sobre todo porque lo que sabemos los unos de los otros es por educación interpuesta ya que, quien más quien menos, ha “padecido” parecidos traumas infantiles y soportado una represión sobre la propia personalidad que en algunos dejó grandes e imprevisibles secuelas y en otros –los más afortunados- tan sólo cicatrices indelebles como las del acné.
El malhadado estereotipo de “los niños de azul, las niñas de rosa” sigue vigente hoy en día, apoyado por “un balón si es chico, una muñeca si es niña”.
Personalmente ya desde pequeñita apunté maneras (¿de qué?) y me di cuenta de que me gustaba más leer los tebeos del Capitán Trueno que los Cuentos de Hadas, que en el parque me aburrían las cantinelas de mis amigas saltando a la comba y se me iban los ojos detrás de la pelota que pateaban los chavales. Odiaba los vestiditos con los que mi madre me prohibía ponerme boca abajo en “los hierros” –aquellos artilugios homologados según normativa del siglo XVIII con los que se suponía que teníamos que jugar y desfogarnos los críos en la plaza o el parque- porque se me veían “las fotos” y añoraba un pantalón que me permitiera libertad de movimientos. Siempre careciendo de algo, maldita sea y no era precisamente la “envidia de pene” sino la envidia del pantalón.
Entonces mi abuela, qué buena mujer y cuánto me quería, empezó a llamarme “marichico” –seguro que asustada y sin mala intención- y a intentar reconducirme por la buena senda ¿? de puntillas, volantes y nidos de abeja así como a hacer que me aprendiera de memoria el decálogo de toda “niña bien”. (Ya ves, amona, dónde he ido a parar, tal y como tú ni podías imaginar).
Mi padre –que tenía más visión de futuro y vivió con la pena de no haber tenido un hijo varón- me enseñó a fumar a los catorce años mientras me aficionaba a la música clásica; le ayudaba entonces a fabricar sus propios cigarrillos de picadura con una máquina ex profeso que había traído de no sé dónde. Mi padre jugaba conmigo al ajedrez, al meccano, a revelar fotos, a manipular destornilladores y tornillos, clavos y alcayatas, a cambiar unos plomos y a una serie de actividades “poco femeninas”; no se lo reprocho, sino todo lo contrario, ya que para vivir sola y no dependiente es muy útil saber ser una “manitas” además de buena cocinera.
Mi madre –que también tenía su propia visión de mi futuro, supongo que como proyección de su propia vida- nunca me regaló una muñeca y me prohibió tajantemente dedicarme a lecturas inadecuadas tales como novelitas rosas, cuentos de amor y seriales radiofónicos. En la tele me fascinaban Bonanza, El Virginiano y Bronco Lane. ¡Y Superman hasta morir unos años después! Es decir, no fui educada para ser esposa y madre de familia, sino mujer independiente que hace lo que le da la gana, siguiendo el ejemplo familiar.
Y es que –diría un terapeuta de los buenos- se condiciona al niño a que sea lo que los padres y la sociedad desea para perpetuarse y entre mi abuela, mi madre y mi padre, cada uno tiraba para un lado de mi triste personita sin preguntarme qué es lo que yo quería realmente ser o hacer. Asunto éste que no sé yo si ha mejorado mucho con el cambio de siglo y un supuesto aperturismo mental para dejar que el niño desarrolle su potencialidad y no lo que decidan sus padres o educadores.
Antes de ser mujer fui niña pero no me dejaron ser la niña que habitaba en mí y han tenido que pasar muchos lustros para que descubriera la esencia auténtica de mi personalidad después de haberme desprendido de capas de educación e imposición que nunca me satisficieron. Fui una niña normal y corriente que simplemente no podía elegir sus juegos, sus vestidos, sus compañías: todo me venía impuesto según los cánones sociales de la época.
Mi lado masculino está ahí ahora, bien a la vista. Soy fuerte como cualquier mujer puede serlo a pesar de las “debilidades” que nos achacan. Soy independiente como cualquier mujer quiere serlo aunque se nos quiera engañar con la “dependencia del hombre”. Miro la vida por mis propios ojos y no a través de la mirada de un marido o unos hijos, enfrentándome al molde establecido.
Mi lado masculino me empuja a no colgarme de un hombre porque éste me haya hecho caso más de dos fines de semana; soy capaz de vivir en una “guarida de soltero” al más puro estilo masculino (que también hay hombres limpios y ordenados), a mi bola, con mis cosas, mis manías, mis costumbres, mis vicios y mis placeres. Incluido el de no llamar por teléfono durante días y días o el de huir de los compromisos a que tan aficionadas son las mujeres en general. También después del amor me gusta dormir y dejarme de chácharas (ya que no fumo el cigarrito “de después”)
No me gusta que me controlen, ni que me hagan reproches, ni me vigilen ni me exijan más de lo que puedo o quiero dar; me voy de vacaciones sola sin la más mínima preocupación y conozco a personas nuevas, establezco relaciones nuevas y luego vuelvo a casa sin tener que disimular nada en absoluto ni dar explicaciones a nadie.
O sea que tengo un lado masculino importante, qué digo importante, importantísimo, y ahora me doy cuenta del porqué echo para atrás a tantos congéneres (del tipo varón) que se espantan ante un espécimen como yo, tan poco femenino en lo conveniente –en lo que les conviene a ellos- y tan natural en lo esencial.
Al principio la “culpa” la tuvieron quienes me educaron a base de tirar y aflojar la cuerda; al final, soy yo la única responsable de mis actitudes y de las consecuencias de las mismas. Pero por lo menos y de una vez por todas puedo sacar a pasear mi lado masculino sin que me importe un comino si alguien se rasga las vestiduras o no.
En fin.
LaAlquimista
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