Quien lea este artículo lo interpretará desde la perspectiva que le dé el DNI; es decir, juventud hasta los cuarenta de una manera y quienes tengan más de cincuenta –aunque sigan sintiéndose jóvenes- de otra. Y esto es porque el tiempo modifica las costumbres y lo que era una gloria bendita hace veinte años hoy mismo nos puede parecer la madre de todos los aburrimientos.
Supongo que esto lo entiende cualquiera: jugar todo el día en la calle es sustituido por la discoteca y ésta por las cenas con amigos para pasar después a los ritmos de pareja (con o sin niños) y acabar huyendo de ruidos y algarabía porque el alma se serena, el cuerpo se va detrás y los tímpanos no aguantan más que lo justo.
La Semana Grande de mi infancia no era más que pasear de la mano de mi abuela para ver “el ambientillo” y degustar un magnífico helado artesanal. A los fuegos no me llevaban porque “no eran horas” –y ellos se iban tan pimpantes- y tampoco me importaba, la verdad sea dicha.
Otra cosa fue la adolescencia con el descubrimiento de las “ferias”, los autos de choque y la felicidad de corretear todo el día como perro sin amo. Sensación de libertad, atisbo de un nuevo paraíso por descubrir. A los fuegos no iba porque no me dejaban salir por la noche y mis padres pasaban olímpicamente de meter horas extras conmigo.
Y la temprana juventud me abrió los ojos a muchas cosas de la vida que hasta entonces habían permanecido ocultas para mí; tener un noviete y descubrir las discotecas o boîtes, ir al Hipódromo porque estaba bien visto, -no así a los toros porque me negaba en redondo a presenciar masacres- dar vueltas y más vueltas por la ciudad haciendo bulto, mirando y siendo vista, participando de un jolgorio colectivo que no tenía razón alguna de ser puesto que la fiesta, lo que se dice la fiesta de verdad, estaba de puertas para adentro. En el Tenis, en el Náutico, en los sitios privados donde se reunían los que podían beber champagne en vez de sucedáneos, en los yates de la bahía y no en la barca que te llevaba a la isla, en los vestidos largos y el glamour que luego contaban en el periódico en los poco sinceros “Ecos de Sociedad” de los que nos burlábamos pero que todo el mundo leía.
La fiesta de la ciudad llamada “Semana Grande” era y es el topicazo de la diversión generalizada para hacer un paréntesis en los problemas que quitan el sueño al ciudadano de a pie. No consigo ponerme contenta ni ponerme un pañuelito al cuello frente a los guiris de mochila y los franceses que buscan lo que en su país es carísimo y aquí se les ofrece a mitad de precio; llegan los fuegos y me molesta la muchedumbre que empuja y avasalla. Me descoloca no poder tomar nada en un bar normal porque te lo dan en vaso de plástico o en bocadillo correoso. Aparecen los “menú de la víspera de la Virgen” y la verdad, es como para hacerse ateo de golpe.
Se inventan cosas nuevas desde el Ayuntamiento para justificar presupuestos; actividades sin sentido tocando todos los palos. Música y fanfarrias por doquier pero nadie muestra su alegría porque no la hay, la gente se conforma con mirar, somos un pueblo de mirones y tan sólo damos saltos o cuando nos pinchan o cuando vamos bien servidos de alcohol, entonces sí que reina la “alegría” por doquier.
Esto de la Semana Grande es como lo de los Reyes Magos: que tiene un público y en cuanto éste pierde la inocencia se ve que todo está maquillado y es más falso que una promesa electoral.
Sí ya sé que pienso así porque me he hecho mayor, pero también siento así porque me doy cuenta de que no hay placer especial alguno en tomarse un helado con cara de estar degustando una delikatessen, que ahora veo los fuegos desde el balcón sin tener que agarrar el bolso como si fuera mi amante para que no me hagan una avería los “golfos apandadores” de turno, que prefiero un buen concierto en el teatro a los músicos callejeros (malos, malísimos) que atruenan con sus playbacks, que no me dejo mis dineros en cafés, cervezas, cubatas o pintxos malos y a precio de oro sino que busco la alternativa fuera del tópico y dejo sitio libre para quien quiera amontonarse.
Y no me duelen prendas en reconocer que, por mucho que diga la propaganda oficial, la Semana Grande sigue siendo un aburrimiento soberano lleno de topicazos, mentirijillas y alguna que otra mentira más gorda.
En el siglo pasado nos visitaba la rancia realeza que se lo pasaba de miedo a costa de quien le pagaba las facturas; en el siglo pasado también nos “hacía el honor” de entrar bajo palio en Santa María aquel al que no le temblaba el pulso firmando sentencias de muerte. Y ahora, ya con el siglo XXI a cuestas, a falta de la Duquesa campechana cuando le daba, nos queda el matador oficial de elefantes del reino que viene a “apoyar la fiesta taurina”. ¡Qué poca vergüenza tienen algunos!
Así que me largo con viento fresco no me vayan a sacar en alguna foto y tenga pesadillas el resto de mis días.
En fin.
LaAlquimista
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