Deben ser las cuatro o las cinco de la tarde porque el sol da de lleno sobre los pies de la cama y siento cómo el calor se extiende por mis piernas, tan reconfortante. He debido de dormitar un rato porque ya no está sobre la mesa la bandeja con los restos de la triste comida de hoy, un puré demasiado ligero, demasiado soso, demasiado inútil. Me duele el cuello debido a la postura forzada, es raro que no te hayas dado cuenta de que estoy un poco escorada sobre la almohada y los cojines que me apuntalan a la vida…
Tú estás sentado en la que ha sido mi butaquita de leer, con la vista fija en los árboles que decoran la tarde, miras hacia fuera como si quisieras olvidar el paisaje interior, pero no, no quiero ser injusta contigo, estás ahí, sigues ahí, como prometiste.
Soy consciente de repente de que no me duele nada, otro de esos raros y mágicos momentos en los que mi cuerpo se armoniza con el universo y me da un respiro. Sonrío y te envío mi mirada, vuélvete, te digo en silencio, mírame ahora, pero estás absorto, lejano.
Hace ya varias semanas que no puedo hablar, me comunico contigo con los ojos, como aprendimos en tantos años de mirar juntos la vida y tú, por no sé qué juego tonto pero eficaz, has decidido no hablarme tampoco, retroceder conmigo al lenguaje íntimo y primitivo de la mirada, del gesto desvaído. Te vuelves, de súbito, me has escuchado y me miras, ves mi sonrisa y sonríes. Con mucha lentitud te tumbas a mi lado, sobre la colcha, y acercas con cuidado tu cuerpo hacia el mío. Mi cuerpo… ya no lo veo, pero no dejo de sentir cómo va menguando, encogiéndose con cada noche que pasa, retrocediendo en el tiempo con cada inyección, quizás reduciéndose hasta que pueda caber de nuevo en un útero.
Tu mano acaricia la piel de mi rostro y lo agradezco. Besas mis ojos entornados y me asusta que te asquee el olor, este olor que despide mi piel y que tú decides, generoso, ignorar, este olor que no dejo de sentir en todo momento, que nos envuelve a pesar del aire fresco que regala cada mañana el monte cercano. La muerte se instala en su trono repulsivo y temo que no puedas soportarlo.
Ayer os escuché a Antonio y a ti hablando en la otra habitación a pesar de que lo hacíais en voz muy baja. Dijo que estaba ya en la tercera fase, en la de la aceptación y sé lo que significa aunque tú insististe en demandar una explicación, pero yo sé que me estoy preparando para morir y eso me contenta, que ya no me interese agarrarme a la vida como he estado haciendo estos últimos meses.
Sin embargo, me esfuerzo por no marcharme de día sino en cualquier noche de éstas, con la persiana levantada y sintiendo las estrellas cercanas, arropada en las mantas y con el calor amante de tu cuerpo junto al mío. Que no me veas morir, que no te estragues el alma, que no sufras tú…
Tu cuerpo huele a vida, a hombre fuerte y primitivo, ese olor que seguro me desveló en las noches de pasión, – ( ¿cuántas, cientos, miles?) que todavía llevo prendido vagamente en el vientre, es fatigoso intentar recordar, – (¿por qué no hay ninguna foto a la vista?)- , mi vida ha desaparecido en una polvareda empujada por el viento. Ya no sé quién eres, un hombre que está a mi lado, que quizás me amó y me ame ahora.
De repente tengo frío, a pesar del sol que sigue acariciando la cama, una corriente helada se me instala en el vientre, donde estuvo mi vientre, e intenta abrirse paso, lacerando, aguijoneando, por dentro de mí. Te miro asustada y noto que reprimes un escalofrío. Con lentitud, te levantas y te despojas de tus ropas; en un instante estás desnudo y entras en la cama acercando con dulzura -¿como siempre?- tu cuerpo a lo que queda del mío. Una hoguera luchando contra la corriente gélida que me invade. Voy hacia ella, me acerco hacia tu calor todo lo que puedo y dejo que tu mano repose sobre mi angustia.
Este ruidito gutural es mi forma de decirte, gracias.
Y tú susurras quedamente a mi oído: “No tengas miedo, estoy contigo”.
Y me duermo para siempre.
LaAlquimista
Foto: C.Casado “Ocaso en el Mediterráneo”