Desde siempre se me ha presentado el domingo como un día solitario y triste al que he tenido que teñir sus horas con discretas alegrías o planes sacados del fondo del armario. Cuando mis hijas eran pequeñas las llevaba al monte, al campo, a pasear la ciudad, pero cuando crecieron y se paseaban ellas solas empecé a desarrollar un síndrome que me persigue y que no sé cómo quitarme de encima. El origen está en mi infancia y los efectos sigo padeciéndolos a pesar de haber dejado atrás con creces los cincuenta años.
Los domingos de mi niñez eran familiares y aburridos; era el día en que no podíamos eludirnos padres e hijas con la excusa del colegio o el trabajo y había una algarabía desconocida en la casa. A las doce ya habíamos pasado revista toda la tropa y nos encaminábamos hacia la iglesia del barrio a cumplir con el precepto dominical; a la salida, un aperitivo comedido y a casa a comer y a pelearse por los muslos del pollo. Por la tarde podía salir con las amigas a partir de determinada edad y hasta determinada hora. Poco más. Esta rutina se afianzó en mí de forma angustiosa durante muchísimos años; era todo tan aburrido y sin gracia que recuerdo el ansia por que llegara de nuevo el lunes para poder ir al colegio e interactuar con la vida en vez de dejar que ésta pasara sobre mí.
Los domingos de mi juventud estuvieron repletos de imaginación e ilusión. Tenía cuadrilla de amigos, luego tuve novio, siempre amigas y nos divertíamos apurando el reloj como entendíamos era nuestra obligación. Un buen día empezamos a casarnos y los domingos se demoraban entre las sábanas y los cruasanes y la resaca del sábado noche. Y un buen día llegaron los hijos y hubo que tomar conciencia de que no podíamos hacer de los domingos el día aburrido hasta la náusea que nos habían ofrecido nuestros padres. Entonces llevábamos a los niños al campo a buscar pitufos o a cazar grillos, a la playa si era verano a hacer croquetas de arena y al bosque en otoño a juntar castañas. Apurábamos el día a conciencia para regresar a casa a la anochecida, cansados y felices, llenos de polvo y de sonrisas.
Los domingos de mi madurez empezaron a ser solitarios. El divorcio deja muchas horas en blanco que es difícil llenar y cuando no se ha cultivado la relación con la familia de origen empiezan a aparecer en hombres y mujeres en la cuarentena los primeros atisbos desagradables de lo que podría convertirse en un auténtico malestar emocional –eso si no se convierte en depresión pura y dura.
Porque nosotros podemos cambiar, pero el domingo no cambia. Sigue siendo el día dedicado a planes familiares por antonomasia, el día en el que no hay clase, ni conferencias, ni pintxo pote, ni paseos con los amigos que están dedicados a sus respectivas familias. Para poder hacer un plan de domingo –ahora que mis hijas están lejos y no tengo pareja- tengo que buscar y rebuscar entre mis amistades a alguien que esté en mi misma situación: ir al monte, de excursión o simplemente salir por ahí a dar una vuelta, hacer el vermú y quemar unas horas tontas antes de que todo vuelva a la normalidad del lunes. Algunas veces –las menos- tengo suerte, pero casi invariablemente me tropiezo con la misma situación: que todo el mundo está con su familia y en ese terreno no entra nadie que no tenga el mismo ADN. Como lo entiendo, he dejado de llamar, de proponer o de pedir –harta ya de recibir calabazas- y me he resignado mal que bien a pasar los domingos en soledad con mi perrillo que me quiere igual todos los días del calendario.
Pero los domingos siguen siendo malditos para mí. Salgo a dar una vuelta por el bosquecillo y me cruzo con parejas que pasean al perro. Si me voy un poco más lejos, cualquier merendero está lleno de familias bulliciosas. Si me quedo en la ciudad, varias generaciones pasean del brazo al sol o toman el aperitivo en comandita. El cine no me gusta si no es de a dos y no soy de las que agarra el coche y se va por ahí a hacer kilómetros porque sí.
Así que los domingos son mi auténtica maldición, maldición que voy poco a poco exorcizando a base de paz y paciencia, todas mis neuronas puestas en fila para estar atenta a lo que hago y una fuerza de voluntad inmensa para aguantar la soledad. Pero es lo que hay. Y es lo que yo me he buscado al tomar ciertas decisiones. Sin embargo, me gustaría saber que no estoy sola en este desierto dominical, que hay también otras personas a las que les ocurre lo mismo, que se quedan solas porque el calendario no tiene sitio para ellas… ¿Podría formar el club de “Los solitarios dominicales”?
Menos mal que me queda el desahogo de este blog…
En fin.
LaAlquimista
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