Hay situaciones en la vida que escapan incluso a la comprensión más inteligente y avanzada; da igual que sepas que tu coeficiente intelectual es suficiente como para enredarte con algoritmos, filosofías o una receta de cocina/fusión; siempre habrá un humano que te hará flipar como si te hubieras tomado un revuelto de hongos de esos que no se venden en el colmado de la esquina. Suelo ir apuntándolas –estas historiquetas peculiares que me ocurren o me cuentan- y con la benevolencia del olvido y el tiempo, al recordarlas, ya no son más que eso, una anécdota, un chiste, aunque en el momento de ocurrir fueran una especie de martillazo en el pulgar.
Hace un tiempito finiquitó la relación que tenía con una amiga que parecía que iba a ser importante en mi vida y que se quedó en agua de borrajas. Fue la cosa porque llegó su cumpleaños y yo no le hice ningún regalo. Salimos a tomar algo y no paró hasta que me lo recriminó; entonces le dije que como en mi último cumpleaños ella tampoco me había regalado nada nterpreté que no eran necesarios los regalos materiales para seguir adelante con nuestra amistad; me dijo que era una rencorosa y una vengativa y que no quería tener tratos con alguien como yo. ¡Hale, a flipar!
De sobra es sabido que las relaciones familiares son caldo de cultivo para desplegar el abanico completo de las pequeñas miserias que almacenamos al lado de las cosas buenas en nuestro corazón; por eso suele ocurrir que se dicen y se hacen cosas con poca empatía hacia el otro de forma continuada, como si fuera el rol que alguien asume en la familia y que los demás miembros tienen que aguantar por aquello de la consanguinidad. Después de AÑOS soportando las ironías capciosas y las agudezas sarcásticas de un pariente decidí hablar y expresar el malestar que me provocaba su comportamiento. Me escuchó atentamente y después, con un punto mordaz en el tonillo, me espetó: “Pero tú… ¿qué quieres exactamente?” –y yo le contesté sin pensarlo dos veces, -“Pues mira, que me pidas perdón”, a lo que con una sonrisa meliflua respondió con su habitual rapidez verbal: -“¡Mujer, pero si yo no tengo nada que perdonarte!”. ¡Hale, a flipar!
A las personas que nos gusta la psicología nos es dado comprobar en carnes propias algunos de los principios básicos del comportamiento del ser humano, esto es cuando se proyecta en el otro las propias carencias o las emociones mal gestionadas. Un día quedé para tomar un café con un tipo que me requería para colaborar en un proyecto literario; llegué a la cita con mi mejor voluntad y mayor sonrisa puesto que me hacía ilusión la idea y sobre todo poder ayudarle de la manera que fuera. Me saludó fríamente –lo que me dejó un poco desubicada, pero pensé que no había que darle importancia. A continuación, me miró fijamente a los ojos y me preguntó si estaba enfadada. -¿Yo, enfadada yo?, contesté estupefacta, ¿por qué dices eso?, -Pues porque te veo con mala cara, me respondió con el gesto adusto. –Ay, chico, pues no sé, la verdad, yo es que tengo un día estupendo y además hace sol y encima estoy contenta por colaborar contigo en tu proyecto… -No sé, no sé, Cecilia, me parece que tienes el día atravesado hoy, no te veo muy fina… -Oye, espera, espera, que DE VERDAD que estoy fenomenal (y yo esgrimía mi pedazo de sonrisa y utilizaba mi tono de voz más dulce)… ¿No será que eres TÚ el que tienes mal día…? Y si dije, ya dije, me lanzó un discurso de que yo iba por la vida dando “lecciones magistrales” y que era “muy difícil tratar conmigo” y que mejor se marchaba porque tenía muchas cosas importantes que hacer. ¡Hale, a flipar!
Y la guinda del pastel de hoy es la siguiente (y no me pertenece el protagonismo). Un ex compañero de trabajo de hace muchos años tenía la mala costumbre de tratar mal a casi todo el mundo excepto al Jefe; pagaba sus malos humores con todo el que se le pusiera delante, llegaba tarde al trabajo, a las reuniones, a los compromisos y siempre era “la culpa de otros”; no era una persona popular, más bien al contrario, así que se le daba de lado en la medida de lo posible y no se le invitaba a compartir ni un café en la máquina. Un buen día cogió una baja de enfermedad y nadie sabía qué le ocurría porque eso pertenece a la intimidad de la persona y ni siquiera el departamento de Recursos Humanos tiene derecho a saberlo. Pero ocurrió que la mujer de otro colega iba a la misma peluquería que la mujer del “enfermo” y se enteró por ésta –que lo contaba a diestro y siniestro- que su marido estaba de baja por depresión porque padecía “acoso laboral”. ¡Hale, a flipar!
Y es que mil y una veces proyectamos en los demás –de forma consciente o inconsciente- aquello que nos duele por dentro, el mal carácter, una emoción mal gestionada, los miedos, las dudas, la impaciencia… y cuando lo vemos en el otro –como en un espejo- reaccionamos como si “eso” no tuviera nada que ver con nosotros, provocando una falsa seguridad que servirá de pilar para seguir sin cuestionarnos…a nosotros mismos.
En fin.
LaAlquimista
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