Me acuerdo siempre de un chiste de Mafalda –genial Quino- que decía que el amor es como la sopa (que ella odiaba): las primeras cucharadas demasiado calientes y las últimas demasiado frías. Como símil simpático no está mal; lo que no aclara es cuánto tiempo es necesario para tomarse la sopa tibia, ni fría ni caliente, sin gracia alguna. Pero no vamos a hablar de sopa ni de café con leche, sino de sentimientos, esos que son poco afectuosos o indiferentes, propios de personas que tratan a los demás con desapego, con distancia, como si tuvieran miedo de contaminarse. Ser poco intenso y apasionado tiene que ser algo parecido a ducharse con los calcetines puestos, no sé, me da la sensación de que uno se pierde algo por no atreverse a disfrutar de los propios sentimientos o dar rienda suelta a las emociones, una especie de armadura educacional que preserva al individuo de posibles heridas en el alma, ese lugar indefinible al que no se le pueden poner tiritas, vendas o paños tibios.
Estas dos acepciones del vocablo “tibio” no presagian nada bueno si nos referimos a las relaciones humanas y, sin embargo, desgraciadamente suele ser termómetro infalible para detectar cuándo dos personas están traspasando la frontera del amor…hacia otra cosa.
Que la misma Biblia lo deje bien claro siempre me ha puesto los pelos de punta.
Apocalipsis 3:15-17 – 15 Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. !!Ojalá fueses frío o caliente! 16 Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.
Así que decidí –en algún momento de mi juventud- a no resignarme jamás a una relación tibia y de conveniencia donde la costumbre y las buenas maneras hicieran el trampantojo del verdadero amor. Esta decisión paga peaje en todas las autopistas sociales e impuestos bien altos en la biografía personal. No pasa nada, hay que tener principios y finales para todo.
Aunque también me he dado cuenta de que vivo con la paradoja de odiar lo tibio y sin embargo no tener reparos en “ponerme tibia” de aquello que me gusta, -aunque sin llegar al hartazgo. De naturaleza, de cariño, de literatura, de música, de silencio… El mismo concepto que indica ni fu ni fa sirve para definir la exageración. ¡Qué lío!
Lo que procuro hacer la menor cantidad de veces posible es “poner tibio a alguien”; eso de llenarme la boca con malas intenciones y peores deseos hacia una persona que me cae mal ya no me hace ninguna gracia: me queda regusto amargo, qué duda cabe, así que prefiero dejarlo correr y pensar que no vale la pena el esfuerzo. También es ésta una “tibieza” que me molesta.
Creo sinceramente que todo esto viene de un amordazamiento primigenio que nos inculcaron en los albores de nuestra vida, en aquella infancia donde “llorar es de niñas”, “quejarse es de débiles”, “gritar es de mala educación” y los besos, las caricias, las manifestaciones del supuesto amor entre familiares eran poco menos que algo tabú, que no hacía falta sacar a relucir, que “se suponía” –como el valor en el ejército- de padres a hijos, aunque muchas veces fueran los propios abuelos quienes abominasen de esas reglas y se las saltaran a la torera.
Hay que suponer que muchas parejas se quieren aunque no se lo expresen con palabras, ni con besos, ni mucho menos con apasionados revolcones a la hora de la siesta sabatina. Aparecen –ante su propia familia, ante sí mismos- como adalides de una relación tibia, que no quema ni molesta ni ocasiona “quemaduras emocionales”. Algo así como vivir en esos sitios donde nunca hace mucho frío ni demasiado calor, una vida sin altibajos, sin saber qué es un plumífero y unos guantes ni tener que abrazarse al aire acondicionado en pleno agosto.
Tibieza. Trampantojo. Aburrimiento.
Tibieza. Comodidad sin altibajos.
“Yo quiero amor y prefiero morirme con la esperanza de que llegará que resignarme a una relación tibia o a un arreglo”- decía la secretaria pelirroja de “Mad Men” rechazando la propuesta de un rico, maduro y enamorado galán. Me llegó al alma la inteligencia emocional del guionista…
En fin.
LaAlquimista
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