Cuando pasas de los cincuenta con generosidad empiezan a ocurrir cosas mareantes: llega el famoso síndrome del nido vacío tanto por los hijos que se van como por las parejas que tienen que irse y uno se queda mirando la vida como si fuera una pared desconchada que no se sabe por dónde empezar a remozar. Entonces se emprenden diversas actividades –unas con acierto otras con desconcierto- intentando que la noria se esté quieta y se despeje el sabor amargo de tanto sube y baja.
Entonces vas colocando los libros encima de la mesa con precisión milimétrica, los platos en el escurrevajillas por tamaños y las toallas en el armario por colores. Revisas la lista de amistades, tachas o añades, y resistes el nefasto pensamiento de ir a la peluquería a teñirte el pelo de un color imposible. Reubicar emociones, ordenar la biografía, apuntalar los sentimientos que quedan.
Y seguir viviendo con los restos de esperanza y vigilando la analítica anual preceptiva. Pura resiliencia de supervivencia.
Pero un día una hija vuelve para disfrutar de una quincena de vacaciones, dice que te añora y te extraña y tú le crees porque es impensable no creerle y vuelves a poner flores en los jarrones y a comprar para un regimiento, a desempolvar las recetas que le gustan, a ir de tiendas, de paseo, de bares, de ilusiones…
Es un paréntesis de algo parecido a la felicidad, más bonito y divertido que ir a un parque de atracciones pero igual de mareante porque las mañanas se llenan de besos, las tardes de complicidad y hay abrazos de los de antes de dormir con peluches en la almohada. De repente la vida retrocede veinte años y te miras en el espejo y te ves a través de los ojos de esa criatura que se ha convertido en un ser adulto, hermoso, fuerte e incluso valiente, pero que te cosquillea los aledaños del alma con aquellas cancioncillas que le susurrabas y los cuentos mágicos llenos de personajes inventados con los que dormiste la inocencia de su niñez.
La maravilla es que esa persona se deja abrazar, mimar, acariciar, peinar el cabello y te mira con aquella mirada que te hizo sentir la mujer más feliz del mundo hace ya más de veinte años. La maravilla es que una hija adulta tenga la capacidad de metamorfosear, aunque sea durante un par de semanas, a una mujer madura que creía que no iba a volver a sentir las ganas íntimas de contar un cuento…
Dentro de unos días volverá a su otro país, al espacio que ha sabido crear para vivir feliz, al nido que yo no le he ayudado a fabricar sino que ha elegido en libertad; y me dejará llena de emociones encontradas, mareada del carrusel del que no puedo bajarme todavía, del que caeré medio aturdida cuando se cierre la puerta tras ella y todo vuelva a recuperar el cómodo y anodino orden que con tanta alegría y amor hemos podido alterar durante unos días.
Vaivenes de la vida, vaivenes del amor, todo está bien, todo está en orden…la vie est belle!
En fin.
LaAlquimista
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