Cuando accedí a mi primer trabajo mi padre intentó imbuirme del estilo de la época; que si una parte del salario para contribuir a los gastos de casa, otra para ahorrar y una tercera para mis gastos. ¿Ahorrar? Pensé yo con mi recién estrenada veintena, ahorrar ¿para qué?, pregunté. –“Ahorra, -insistía él- que si no cuando tengas cincuenta años, verás”. Bueno, pues ya tengo cincuenta años y no he visto nada. Lo siento, papá.
No he visto nada de lo que supongo tú querías prevenirme, miedos de la postguerra a la enfermedad, a la ausencia de trabajo, en definitiva, a la vejez sin recursos. Pues no he ahorrado nada, un desastre lo reconozco, y mira que me contabas la fábula de la cigarra y la hormiga, (siempre me identificaba con la cigarra cantarina pero, claro, eso no me atrevía a decírtelo) cada moneda escaqueada de la economía cotidiana ha servido para –por este orden-: comprar libros, viajar, ir al teatro, viajar, comprar discos, ir a museos, viajar…
He visto el mundo a través de las páginas de hermosas historias, he conocido otras culturas a golpe de autobús y mochila o de avión y samsonite, he soñado con los impresionistas en pinacotecas y subido al séptimo cielo escuchando óperas o espectáculos de rock, en definitiva, he gastado mi vida y mi dinero.
Pero lo que sí he ahorrado, día a día, pasito a paso, con frío y con lluvia, caminando y sudando, han sido experiencias, recuerdos, fotos en el alma, arena de algún desierto y niebla de alguna montaña. Y cuando todo se quede atrás, sin sentido alguno, no quedará de mí más que lo compartido y si resta algo de dinero que hagan una buena cena y brinden por mi recuerdo.
Porque jamás he querido ser la más rica del cementerio, si tuviera epitafio –que no lo tendré- mi última frase sería: “!que me quiten lo bailao¡”
Por LaAlquimista.
Para ver más: www.apartirdelos50.com