Hoy tengo buen día. Y cuando eso ocurre los pensamientos vienen a saludarme envueltos en papel de celofán. Incluso los recuerdos poco apetecibles llevan una pátina inconfundible de caramelo líquido: vamos, que todo lo veo color rosicler.
Ocurre que ayer mismo, paseando tranquila entre la multitud que atesoraba el sol de primavera, fui muy consciente de aquella otra multitud de “paseos solitarios” que me vi obligada a llevar a cabo sin más compañía que yo misma y una cierta rabia hacia el mundo. Hubo un tiempo –no tan lejano- en el que la soledad me agarró de tal manera que no podía moverme entre gentes sonrientes y despreocupadas sin sentir que algo me había sido arrebatado, a saber, la compañía de una pareja o de alguien con quien ir de la mano o del brazo.
Tengo que especificar que, de las dos clases de soledad que existen, -la puramente física y la profunda y emocional-, a la que más he estado expuesta ha sido a la primera; ese no tener con quién salir a dar un paseo, no poder ir a un restaurante un domingo donde las familias están reunidas, incluso no sentarme en una terraza a tomar una caña y disfrutar del dolce far niente por la angustia que me producía la eventualidad de que, quien me viera, pensara: “mira ésa, qué sola está”.
Por supuesto que todo esto no es más que angustias existenciales por las que muchos hemos pasado y superado mal que bien, pero quien haya estado en mi misma situación sabrá a lo que me refiero. Te divorcias y de repente ya no hay con quien ir al cine, de copas, al monte o de vacaciones. La familia bien, gracias. Y las amigas, también, casi siempre a lo suyo, faltaría más.
Así que te quedas “más sola que la una” y con más ganas que nunca de vivir, de hacer cosas, de disfrutar de la libertad recuperada, de…todo. Y como esta sociedad es gregaria a más no poder y a los que andan solos les ponen la etiqueta de “raritos”, una de dos, o te quedas en casa para que te coman las telarañas mentales y de las otras o te pones el mundo por montera y empiezas a empujar para resquebrajar el molde en el que has estado constreñida durante casi toda tu vida.
No es fácil la elección, no; más que nada porque lo que parece a primera vista un esfuerzo sin más, enseguida te das cuenta de que es un trabajo de titanes. Pero no imposible.
Así que empecé por hacer una lista de lo que yo creía que podía hacer sola y lo que no; y luego amontoné todo lo que había apuntado en la segunda lista en la primera y ahí me dí cuenta de que prácticamente todo lo podía llevar a cabo sin contar con la concurrencia de otra persona. Como hacer el Camino de Santiago, volver a la casa de vacaciones veraniegas, ir al cine, tomarme un menú, ir de compras y luego a ver una exposición, viajar a MachuPicchu, salir los domingos de “mañanera” con mi perro, ir al pintxo-pote de mi barrio y juntarme con los vecinos, hacer amigos incluso en Facebook, cantar cuando paseo e incluso prepararme deliciosas comiditas gracias a mi buena mano en la cocina.
Ayer mismo, ya digo, tomé una vez más conciencia de todo lo que he sido capaz de superar cuando me quedé sola físicamente: con el síndrome del nido vacío a cuestas, sin un noviete que llevarme a la boca (es un decir) y con el ritmo laboral paralizado gracias a la crisis. Me descubrí a mí misma paseando desde Sagües hasta Ondarreta mirando al mar, oliendo el mar, sintiendo el mar a mi lado derecho, sin saber si al izquierdo pasaban parejas, familias, cuadrillas o personas en solitario como yo. Fui feliz al comprobar que ya no iba por la calle mirando a la gente sino con la vista en lo bello del día y con la sonrisa puesta como si fuera camino de una celebración compartida con otras personas, como si mis pasos me llevaran únicamente a donde en realidad me llevaban: a la celebración de la vida y la superación del miedo a la soledad.
En fin.
LaAlquimista
* Paseando por la Calle San Marcial. Abril 2016
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