Tengo verdadera pasión por la fruta. Miro los expositores que invaden las aceras de mi ciudad y me relamo de gusto pensando en el placer que se me ofrece. Elijo cuidadosamente mi proveedor, tengo muy claro que “lo barato sale caro” y que hay comercios e incluso grandes superficies que venden fruta de “diseño” pero que no es nada más que apariencia, por dentro está dañada, como muchas personas.
¿Cómo es posible tener dos kakis preciosos –y duros como piedras- encima de la radio de la cocina esperando desde hace UN MES a que se ablanden lo suficiente como para hincarles el cuchillo? ¿Qué llevan por dentro o por fuera que les hace oponer tal resistencia al paso del tiempo? Me recuerdan cuando los miro, tan lustrosos y de color amarillo reventón, a ciertas personas que son así por fuera, el paradigma de la lozanía y que, sin embargo, no hay hijo de vecino que sea capaz de “hincarles el diente”.
¿Cómo es posible que medio kilo de fresas que con tan sólo verlas se te hace la boca agua, “al día siguiente” de comprarlas comiencen ya a amustiarse y presentar blanduras sospechosas -cuando no moho puro y duro- en cuanto las sacas del frigorífico? ¿A qué proceso químico – o experimento- han sido sometidas para perder el lustre y el olor en tan sólo unas horas? Y al morderlas, esperando golosamente se derrame en la boca su sabor inconfundible a néctar de dioses, encontrarse con una carne dura, insípida, blanca en vez de roja, como algunas personas que prometen lo que luego son incapaces de dar sencillamente porque…no lo tienen.
Da igual que sea fruta de 0,99 o de “label de calidad” comprada en la delikatesen de la esquina en vez de en el chiringuito de los “paquis”: toda está hecha una porquería con aspecto de primera y sé perfectamente cuál es el motivo, cómo no voy a saberlo si tengo suficientes medios tecnológicos a mi alcance como para ver en directo los horrendos sembrados artificiales en los que ha crecido esa fruta que ya no es el paradigma del buen y sano alimento.
Hay personas que, como las fresas que venden por ahí, tienen muy buena apariencia intelectual y emocional pero “les falta madurar”, vamos que están “verdes”; y las contemplamos mientras esperamos que el proceso natural se lleve a cabo. Curiosamente, un buen día, dejan de estar verdes y pasan directamente a estar podridas, se han saltado olímpicamente el paso jugoso que permite disfrutar de la vida y disfrutarse a sí mismas.
Ya no hay “fruta madura” excepto fuera de la sociedad “civilizada” a la que estamos acostumbrados; aquí se vende lo reluciente, la fruta que tiene piel coriácea y que te abisma los dientes, aquí no nos permitimos abandonarnos a la “madurez natural” de las cosas ni dejar que nos escurra el jugo por la boca poniendo ojos de éxtasis. Preferimos que todo esté lo suficientemente higienizado para no sufrir ninguna eventual molestia.
Es que estaba pensando mientras escribía en unos mangos recién cogidos del árbol, allá en Yucatán, pelados con las manos, sabrosos, reventones, que me dejaron una mancha en la blusa que nunca pude borrar… y que me dejó el recuerdo de la similitud que hay entre ciertas personas… y ciertas frutas.
En fin.
LaAlquimista
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