Hoy he pasado por la cruz de la revisión ginecológica anual y mira que debería estar acostumbrada, pero nada, sigue dándome un mal rollo que no veas eso de tener que abrirme de piernas mirando al techo mientras mi ginecólogo de toda la vida, que ya es un amigo, me cuenta el último chiste a la vez que se pasea por mi intimidad más íntima con diversos artilugios parecidos a los de la “maletita roja” pero con nula intencionalidad erótica, obviamente. Además, para eso está delante la “enfermera” vigilante, guardiana, preceptiva. En fin.
Recuerdo allá por el año 80, cuando tuvo lugar mi primer embarazo y se me ocurrió elegir –dentro de un cuadro médico privado- al ginecólogo más joven, casi un chaval, pero guapísimo él, y confiarle el buen desarrollo de la gestación y posterior alumbramiento. Eran buenos tiempos para la lírica y para los partos naturales, participativos (médico, compañero y sujeto activo que no paciente, es decir madre en ciernes). Un paritorio que no cumpliría hoy en día las normas de seguridad vigentes al respecto, en una clínica privada, con hilo musical eso sí, y mi marido, el médico y yo resoplando los tres al unísono para que servidora no perdiera el ritmo respiratorio jadeante con el que acoger a cada contracción. Aquello era divertido, a mí me daba la risa y perdía el compás, aguantaba bien el tirón –para eso había acudido a las clases preparto- y además estaba tan contenta que ni me fijaba en si me dolía o no.
Mi compañero se portó como un jabato, -¡vaya mérito absurdo!-cámara reflex en ristre disparando las mejores fotos de su vida, captando por el ojo mecánico el milagro que estaba aconteciendo, instantáneas preciosas, analógicas y artesanales, el proceso del alumbramiento en seis fotos que son uno de mis más preciados tesoros. Eran otros tiempos, ya digo, en los que se puso de moda el parto natural y tirábamos por la calle de en medio buscando momentos irrepetibles, felices, auténticos. Esta tarde lo comentaba con Javier (mi gine), ¡qué atrevimiento tuvimos, si hubiera habido alguna complicación…! pero no, todo fue perfecto –como no podía ser de otra manera- y nunca volvió a asistir otro parto como aquél –ninguna se atrevió, en la Resi no lo permitían, no dejaron estar presente al padre hasta muchos años después- y las fotos, vamos, las fotos…
Esas fotos son uno de los regalos que le he hecho a mi hija mayor y que más le han tocado la fibra sensible. La primera vez que se las enseñé tenía ella unos doce o trece años y no le gustaron nada; años después las miraba con turbación y cierta aprensión. Ahora se emociona cada vez que las vuelvo a sacar (las tengo guardadas, escondidas, son mi pequeño tesoro). Mi rostro, su cabecita, mis manos cogiéndola, el momento inefable de la felicidad absoluta. ¿Cuántas personas en este mundo pueden verse a sí mismas en el momento exacto del nacimiento?
Por eso me da tanta rabia que me dé rabia ir a las revisiones del “gine”, como si se me hubiera olvidado que mi cuerpo es bello y hermoso y capaz de producir el milagro de la alegría, de la vida. Así que hemos terminado la consulta haciendo unas risas sobre si podrá seguir “al pie del cañón” hasta los 67 sin que le de un ataque de Parkinson…
Más vale tener buen humor.
En fin.
LaAlquimista