Poco a poco la vida me va imponiendo una revisión de los esquemas con los que la fui apuntalando en otro tiempo. Dicen que rectificar es de sabios, pero la pretendida “sabiduría” me la trae al pairo, me basta con arreglar mis pequeñas chapuzas vitales según van aflorando.
Voy bregando con mis retos personales y el de “hacer lo que tengo que hacer” es toda una declaración de intenciones de vida simple donde las haya en su enunciado y no demasiado compleja a la hora de llevarla a la práctica.
En realidad, en nuestro interior, sabemos en todo momento qué es lo que tenemos que hacer ya que, fuera de consideraciones morales plagadas de subjetividad o interés, cada uno, en su conciencia, ese lugar inaccesible a los otros y muchas veces escurridizo incluso para el portador, sabe perfectamente cuál es el comportamiento idóneo para cada situación o circunstancia de la vida.
Otra cosa es que “lo que hay que hacer” choque de frente con lo que “apetece hacer”, ya que muchas veces daríamos cualquier cosa para escaquearnos de ciertas “obligaciones” que nos reclama la sociedad en la que vivimos. A fin de cuentas, en ESA y no otra pasamos nuestros años con más pena que gloria en demasiadas ocasiones.
Cuando uno hace lo que tiene que hacer la consecuencia más inmediata suele ser la tranquilidad de conciencia. Hablo de pequeñas cosas, detalles no siempre espectaculares, pero que sumados unos a otros en pequeñas dosis nos dejan tranquilos y sonrientes con nosotros mismos, como con la satisfacción del deber cumplido.
Una lectura sencilla pero honesta de nuestra forma de actuar nos dará la pista de si estamos transitando por el camino correcto de la “tranquilidad de conciencia”. Son pequeñas cosas, ya digo, quizás por cotidianas poco valoradas.
Como cuando te enteras de que una persona amiga está pasando malos momentos y agarras el teléfono para escucharle o brindarle algo de apoyo; uno deja de hacerlo muchas veces por pereza, se anestesia pensando que mejor “no interferir” y no hace nada y mira hacia otro lado.
Como cuando fallece un ser querido de un amigo y pasamos de darle un abrazo yendo al funeral porque “me venía muy mal ese día” o cualquier otra excusa para evitarnos la molestia que supone el acto en sí y sin tener en cuenta las gotitas de bálsamo que hubieran aportado para el que sufre ese pequeño gesto.
Sin olvidar a quien nos llama solicitando un poco de atención amigable; igual nos pilla en un momento poco favorable y damos mil excusas de agenda abarrotada para no dedicar a esa persona la horita corta de un café o de un paseo.
Somos poco generosos, lo admito y lo constato. Veo alrededor pequeños ejemplos que me dejan pensativa y revuelta por dentro sobre todo cuando me identifico con alguna de esas faltas de generosidad que veo en el otro como reflejo de mí misma.
Cada vez hay menos personas que hacen “lo que tienen que hacer” pertrechándose detrás del burdo individualismo disfrazado con los trapos poco lucidos de la “libertad individual” que parece que va reñida con la “solidaridad colectiva”.
Y todos, cómo no, con la conciencia bien tranquila, faltaría más, hasta que nos toque el turno de experimentar en propias carnes lo mismo que hemos infligido a los demás. Al tiempo.
En fin.
LaAlquimista
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