Reflexiones a la orilla del mar (II) | A partir de los 50 >

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Cecilia Casado

A partir de los 50

Reflexiones a la orilla del mar (II)

 

Hace ya dos semanas que me hallo en “mi otro mar”, disfrutando muy conscientemente del privilegio de poder darme un respiro de tanto cemento y ladrillo en unas fechas en las que todavía el Mediterráneo no está invadido de “piratas y corsarios ahítos de sol”. Las consecuencias de este “cambio de aires” geográfico y emocional se dejan sentir a los pocos días y todas se me antojan beneficiosas.

La primera de ellas –aunque no necesariamente la más importante- es que he dejado de pasar frío por las noches. Podría ser por dormir acompañada, -que tampoco estaría mal del todo-, pero en realidad es porque ya no tengo que meterme debajo de una funda nórdica en pleno mes de Junio sino que me basta con dejarme envolver por la temperatura ambiente de la costa mediterránea. ¡Cómo agradecen los huesos cansados un poco de calorcito!

Esto me hace comprender y ser tolerante con el auge de la colonia extranjera de ciudadanos del norte de Europa que, cada año, va creciendo y creciendo… Son inmigrantes bienvenidos con sus rublos y copeks de antaño traducidos a euritos calentitos. Los británicos, belgas, holandeses y alemanes también crecen y se multiplican -aunque no sea por la práctica del sexo- pues son jubilados que animan a otros jubilados a establecerse al sol, y tanto es así que cada vez voy conociendo a más gente “de fuera” que a catalanes de toda la vida. Tampoco está mal “cambiar de charca” de vez en cuando y croar junto a ranas diferentes.

La segunda consecuencia –y nada baladí- es que he adelgazado a ojos vistas. A menor vida social, corresponde una mayor calidad en la ingesta de alimentos pues comer y cenar en casa es de lo más sano que hay tanto para el cuerpo como para el bolsillo. Bien entendido que no hago remilgos a eventuales fideuás, paellas y esqueixadas, pero lo habitual es que mi agenda permanezca en stand by activándose únicamente en fin de semana, gracias a que tengo en gran estima preservar mi espacio –léase, playa muy matutina, algo de actividad intelectual hasta la hora del aperitivo –sustituyendo vermú por limonada y aceitunas por cerezas-, jardín vespertino con lectura a cuestas, terraza nocturna con película en el pc- para el íntimo disfrute con la compañía que voy aceptando (por fin), como la mejor del mundo: la mía. Esas horas diluidas en el dolce far niente, un poco de meditación y mucha contemplación silenciosa. Y como cuando estoy tranquila tengo menos hambre, menos ansiedad por la comida y, sobre todo, menos gula para apaciguar otras carencias que todavía me rondan el alma, ingiero menos alimento, ergo se me afina el perfil corporal.

La tercera consecuencia –que disfruto en gran medida- es cómo se  agudiza mi capacidad de observación. Intento que mi mirada sobre los vecinos de la urbanización sea liviana y exenta de juicio o prejuicio, pero no siempre acierto a colocar en la parte racional de mi mente sus afanes y trasiegos de sombrillas, tumbonas, hinchables, cubos, palas y niños vociferantes en dirección a la playa. Los abuelos con los nietos a reconcón, aguantan a la vuelta la piscina hasta la hora del arroz y luego –otra vez, por Dios, qué tortura- la playa vespertina hasta que las criaturas no pueden más. Casi me canso de verles tan cansados a todos…

En la terraza se acumulan idénticos olores a las mismas horas; sofritos al mediodía para arroces y albóndigas, y grasa quemada por la noche procedente de las barbacoas plenas de butifarras, chorizos, morcillas y demás derivados del cerdo. Me tranquiliza de alguna manera saber que los olores no engordan y espero a que se diluyan para proceder a sumergirme voluptuosamente en mi cuscús de verduras, ciruelas y dátiles o mi lenguado de playa a la plancha. Lo que me ahorro en vida social lo invierto en unas gambas frescas o una botella de blanc de blancs para paladear voluptuosamente, que placeres en soledad los hay todavía…y muchos.

Las largas y aburridas playas de arena dorada son un regalo de la naturaleza que el Consistorio se ve obligado a cuidar para disfrute público; me duelen como si fueran mías al verlas despertar cada mañana llenas de los desperdicios de la víspera, como si hubieran pasado la noche entre pesadillas. Botellas de plástico, cientos de colillas, envoltorios vacíos, latas y algún que otro pañal. La cuadrilla de limpiadores se agacha una y otra vez recuperando las porquerías abandonadas por quienes están de vacaciones en vez de trabajando, como ellos. No sé qué pensarán -ellos y sus riñones-, pero puedo imaginármelo. Curiosamente lo público y gratuito se valora poco en este país; en un parte temático que hay por aquí cerca cuya entrada cuesta muchos maravedíes, nadie se atreve a tirar al suelo ni un papelito, para que no les llamen lo que son. Está claro que en vacaciones el hombre se transforma, cambia la piel de todos los días por una…un poco más salvaje, menos civilizada y mucho menos higiénica.

Pero ya estoy entrando a criticar, juzgar y condenar. No siempre lo que observo me lleva a engrandecer el espíritu sino que a veces produce arañazos en la piel racionalista que habita a una soñadora como yo.

En fin.

LaAlquimista

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Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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