Debajo de mi casa se aparca en batería. Quien decidió la distancia entre las rayas pintadas en el suelo debió de pensar que todos tenemos coches pequeños tirando a pequeñitos. En consecuencia, cada vez que aparca un coche mediano o grande es inevitable ocupar parte del espacio adyacente. Un despropósito municipal como tantos otros que nos lleva a lo siguiente.
Ayer mismo –mientras paseaba a mi perrillo- observé cómo un conductor apuraba centímetros para insertar su coche entre otros dos. De tal manera que su puerta del copiloto quedaba casi rozando (pero sin rozar) la del coche de al lado. Él salió por la suya con un curioso contorsionismo gimnástico debido al poco espacio sobrante. Ufano, ya se alejaba cuando se topó con mi mirada y mi sonrisa. Se paró –porque era evidente que yo iba a decirle algo- y me interpeló con el gesto de – “¿Pasa algo?”, al que yo correspondí verbalmente con un: “¡Qué poco sitio hay entre dos rayas!”. El hombre –un chico en la treintena- dedicó un segundo a observar lo que yo le indicaba y se encogió de hombros como diciendo: -“¿Y a mí qué me importa?”. Fin de la jugada.
Sé por experiencia que meterme en camisa de once varas no me reporta más beneficio que la reflexión y, a veces y no siempre, una pequeña satisfacción tipo “justiciera”. – “¿Y si le digo que es MI coche al que está dejando bloqueado? Seguramente entonces no podría alejarse tan ufano…, pero claro, sería una mentira…” Y mientras esto y lo otro pensaba ya mi perrillo tiraba de la correa y de mi pensamiento en otra dirección. Me alejé un poco rabiosa y otro poco más enfadada conmigo misma por no haber sido capaz de reaccionar mejor. Ese defecto mío –que durante una época creí virtud- de intentar decir a los demás lo que hacen mal para que lo corrijan…
¿Cuántas cosas hacemos al cabo del día escudándonos en el más que consolidado: “el que venga atrás, que arree”?
Si me levanto de la terracita del bar donde he disfrutado del café y el croissant, no me importa dejar platos sucios, migas y desechos diversos bien a la vista, como bienvenida para el siguiente usuario. Si en una tienda grande de ropa se me cae al suelo un vestido, una camisa de la percha, ahí se quedan: total… Por no enumerar las pequeñas desconsideraciones domésticas de la convivencia: suciedad para que la limpie el otro, desorden indiferente, acabar con las galletas (o naranjas o yogures o cervezas) y actuar como si se liquidase el minibar de un hotel a la espera que venga la “camarera de piso” y lo reponga ella. Por no hablar del baño compartido donde se va dejando la porquería que nos sobra sin importarnos menos que nada que sea una persona querida (y que debería ser respetada) la que venga detrás a solucionar el desaguisado.
¿Qué nos impulsa a ser desconsiderados con los demás y quejarnos amargamente cuando son los otros los que nos castigan con la misma falta de consideración? ¿Es cuestión de educación únicamente?
Éstas y otras cuestiones me estuve planteando mientras daba la vuelta preceptiva con mi perro por los jardines aledaños. Cuando regresé a casa no pude evitar fijarme en el coche “abusador” y el coche “abusado”. Allí estaban, esperando a ver qué conductor llegaba primero, si el que tenía la puerta expedita o el que estaba totalmente imposibilitado de abrir las suyas. Y recordé que ya me había pasado en una ocasión en que tuve que abrir el portón trasero y trepar por sobre los asientos para llegar al del conductor en una pirueta que – con mi edad actual- sería de dudosa realización.
Quizás la convivencia con otros seres humanos pase por una inevitable desigualdad: la que se da entre los que se lo llevan todo por delante y los que se resignan a lo que les pasa. Lo que ocurre es que me da a mí que solemos estar saltando de un bando al otro según las circunstancias nos van marcando el ritmo del baile…
En fin.
LaAlquimista
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