Me avisaron que me quitara de la cabeza la romántica idea de visitar Praga eludiendo la horda de turistas que invade la ciudad con dramática tenacidad, bien sea tiritando de frío o desfalleciendo de calor. Sin embargo, cuando me aconsejaron un pequeño viaje de 3 ó 4 días creí dar con el mal menor del asunto y decidí visitar la ciudad durante una semana completa. En el fondo sigo siendo la misma ingenua de siempre que intenta nadar por la calle de la esquina de la piscina… que es por la que se va “contracorriente”.
Inauguré mi estancia emocionada y dispuesta al ritual que sigo allá donde voy por primera vez, que no es otro que el de aprenderme los lugares que se pueden disfrutar de forma gratuita, ya que exceptuando lo que tiene que ver con la religión que no perdona ni una en cuanto a pagar peaje en iglesias, sinagogas y lugares más o menos “santos” y con el Patrimonio Artístico –que ahí se verá la generosidad de cada Estado-, todas las ciudades maravillosas lo son porque la naturaleza y la historia las ha llenado de esos magníficos dones.
Praga es ubérrima en sus dones pues no hace falta más esfuerzo que el de perderse por cualquier calle del centro pisando sus adoquines con buen calzado y elevar la vista; sí, hacia arriba, un poco antes del cielo para impregnarse de la belleza de fachadas, balconadas, templetes, estatuas y gárgolas que adornan sus edificios. Sin necesidad de ser un entendido en arquitectura, ya que lo único preciso es mantener la mente abierta, como cuando estábamos menos condicionados, y apreciar la sencillez que oculta la belleza.
Existe en Praga ahora la costumbre –que no he visto en otras grandes ciudades- de dar tours gratuitos para animar a contratar después los que conforman el negocio de los guías. En el que me apunté pude conocer a un filólogo reciclado en guía de turismo, a un fotógrafo intentando reinventarse fuera de su país y a un historiador de arte decepcionado, todos ellos formando parte de la “corte de exiliados” de inevitable sufrimiento hoy en día. Mujeres-guía no me tropecé con ninguna, qué casualidad.
Está bien que te enseñen lo que hay que ver, salpimentando el discurso con alguna que otra historiqueta (sacadas de la wikipedia o similar) y adornándolo todo con anécdotas de primero de bachiller; a fin de cuentas, al ir en grupo-rebaño uno se siente rebautizado de la nostalgia de aquellas excursiones del instituto en las que se desgañitaba infructuosamente el profesor al que le había tocado acompañar a la chiquillada. En estos casos acepto agradecida lo que me ofrecen tan sólo a cambio del óbolo final que, si bien no es obligatorio, vergüenza daría no dejarlo sabiendo que forma parte del sustento de quienes han dedicado tres horas a pasearnos por la ciudad.
En Praga se habla checo y quien crea que con el inglés –u otro idioma- va a comerse un rosco está muy equivocado ya que si algún praguense habla otro idioma lo disimula muy bien no vaya a ser que tengan que ser amables con el visitante y eso es algo que, desgraciadamente, no tienen por costumbre practicar. En hostelería hay menos problema porque chapurrean malamente o incluyen en los menús traducciones surrealistas de los platos a otros idiomas europeos. De la falta de empatía y amabilidad del pueblo checo en general y del praguense en particular podría mojarme y mucho, aunque como ya estaba prevenida –aunque me costaba creérmelo- no me he enfadado apenas y cuando ellos me gritaban en su idioma porque les hacía repetir lo que no entendía con cara de poker yo me carcajeaba en el mío: defensa propia.
Sin embargo, lo desagradable no tiene fuerza suficiente para eclipsar la hermosura de la ciudad. La del río Moldava –que es mucho más que el de Smetana- y sus puentes, los barcos que lo surcan, las terrazas al borde del agua, los parques y miradores. La belleza del Castillo y el Palacio, de la catedral de San Vito –el del baile- y del Niño Jesús de Praga –el de las estampitas-; del Karlovy Most –el puente de Carlos- y sus estatuas lúgubres, de los miles de fotos preciosas que se pueden tomar –incluso con palo selfie- y hasta de los bonitos imanes para la nevera.
Me he traído en el corazón la ciudad que he recorrido de punta a punta en tranvía, vuelta y vuelta, observando a la gente subir y bajar, afanarse mirando al móvil, cargar con sus bolsas y sus niños y sus caras de cansancio de vuelta a casa. Tranvías viejos, no las líneas que rodean el centro turístico donde patrullan los vagones más modernos o los coches antiguos paseando turistas. La ciudad vive y respira de espaldas a las hordas que la invaden, igual hasta nos odian, como odiaron los checoeslovacos a todo aquel que les invadió a lo largo de su historia, con más que justa razón ese odio, aunque me pregunto cómo me hubiera apañado sin la aplicación “maps”, a quién le hubiera preguntado con éxito si cuando lo intenté con sonrisa y un “please” nadie se dignó hacerme el menor caso.
Praga maravillosa, dulce y sumisa para hacerse querer a precio de oro, sus calles empedradas y empinadas de Mala Strana –la ciudad vieja- que tanto me han recordado a Montmartre por sus viñedos en las estribaciones del Castillo; Praga sin habitantes, escondidos todos en sus vidas, ajenos a la turba invasora llena de euros, dólares, yenes y rublos que entregarán a cambio de sus viejas coronas checas, esos CZK impronunciables que cambiarán de manos espurias después de haber engañado en el ratio del trueque o cobrado comisiones abusivas en un chalaneo semi-legal de casas de cambio que no son bancos ni por asomo. Al enemigo que enriquece la economía patria, ni agua…debe de ser la consigna tácita, pero nada subliminal a aplicar al turista.
He sido turista, entono el mea culpa, no he podido hacer otra cosa a pesar de haberlo intentado. Sin pisar un hotel o un restaurante del centro, he querido “mezclarme” como de refilón con la gente de la ciudad y no me ha sido posible; he acudido a comprar al mercado vietnamita de Holesovice donde tampoco coseché ni sonrisas ni las fresas que se vendían a precio de vellón. Ni siquiera la sonrisa joven de mi hija –los días que estuvo a mi lado- sirvió de “Ábrete sésamo”.
Pero he cumplido mi sueño de conocer Praga. Siete días y siete noches que han dado para muchas vivencias, miles de fotos en la retina y alguna menos en la memoria del teléfono móvil. Y la sensación que me he traído de vuelta a casa es definitivamente magnífica. Lo confieso feliz: he vuelto FAS CI NA DA.
Ahora tengo tiempo para profundizar en lo visto, vivido y sentido y componer, por fin, la imagen de Praga que me acompañará durante mucho tiempo todavía. Quien ya ha estado sabe de qué hablo y quien no…siempre puede dedicarse a soñar en la espera…
En fin.
LaAlquimista
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Fotografías: Cecilia Casado
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