¿Por qué comemos mal si hay dinero para comer bien? | A partir de los 50 >

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Cecilia Casado

A partir de los 50

¿Por qué comemos mal si hay dinero para comer bien?

 

 

Jamás se me había ocurrido mirar de reojo la compra que hacen otros clientes en un supermercado hasta que me di cuenta de que, invariablemente, quienes estaban detrás de mí en la cola, cotilleaban los artículos que iba dejando en la cinta que avanza inexorable hacia la cajera.

Así que incorporé a mis entretenimientos inocentes esa mirada con código de barras cuando me toca ir –obligada por la necesidad- a una gran superficie. Como en “mi otro mar”, donde no existe el colmado de la esquina en el que me dan los buenos días por mi nombre y una sonrisa y voy un martes a primera hora –el lunes es nefasto y el viernes o sábado ya ni te cuento- a abastecerme de lo que creo que voy a necesitar durante la semana.

Hoy me he puesto las botas de cotillear la compra ajena porque hemos coincidido tres carritos en la única caja operativa del hiper: de 9 a 10 de la mañana funciona así, ahorrando personal. Bueno, pues esto podría ser un estudio sociológico si me pagaran por hacerlo, pero como es cosa mía, contaré aquí el batiburrillo de ideas –y de productos- que he visto en dos carros llenos hasta los topes.

Uno de ellos “conducido” por una pareja patria y otro por una pareja de extranjeros. Ambas en el mismo rango de edad –más cerca de los cuarenta que otra cosa- y todos con aspecto de haber estado acometiendo una tarea cansina y desagradable, como es la de aprovisionarse de TODO lo que uno pueda imaginar sin restricción alguna.

Lo que primero me ha llamado la atención han sido las grandes botellas de plástico conteniendo líquidos imprescindibles para la salud: agua (que no entiendo yo por qué no se bebe la del grifo con lo barata y buena que es) y luego esas bebidas de diferentes colores tan populares, pasando por el amarillo pálido hasta llegar al marrón oscuro. Botellas de 2Lts. en packs de 6 unidades. Ahí es nada.

Al lado iban –bien apretadas- las latas de cerveza contadas por docenas junto a los tetrabriks de algo que quiere ser vino y no sé yo qué es porque creo que nunca lo he probado conscientemente. Luego la leche a mansalva: desnatada o normal, con soja o sin lactosa, mezclada con cereales o con las galletas hechas migas. Nunca me entrará en la cabeza que sigamos bebiendo leche después de que nos destetaran hace décadas, pero bueno, son costumbres que no se razonan demasiado. Al igual que los miles de yogures, postres lácteos, flanes, púdines, cuajadas y un largo etcétera cocinados todos industrialmente a base de polvos, huevinas y algo de leche, y muchísimo azúcar, claro está.

Después había bolsas de plástico de gran tamaño conteniendo fritos diversos, bollería de todo tipo por docenas y panes recién sacados del congelador vía horno. Bandejas con preparados cárnicos de diversa índole, pero destacando lo que se puede poner a la barbacoa: salchichas, magros del cerdo, muslos de pollo mutante y sus alotas correspondientes y algún que otro conejo abierto en canal. Pescados, pocos, la verdad.

El apartado de frutas y verduras lo monopolizan los melones y sandías y esas bolsas con hojas de ensalada lavada y lista para comer. Los tomates pelín plastificados y los melocotones como pelotas de frontón –de aspecto duro y tieso.

Bueno, ya paro porque me aburro hasta yo misma. ¿Que qué había en mi carro? Pues papel higiénico, líquidos de limpieza, arroz, lentejas, zanahorias, patatas, cebollas, ajos, calabacines, berenjenas y brécol. Aceite AOVE de arbequina y aceitunas gazpachas. Pescado del Mediterráneo bien fresco, bien lavado y a buen precio que irá derecho al congelador. La carne, ni olerla. Los huevos, camperos y el vino de la Ribera del Duero. La fruta y los tomates se la compro a un payés que tiene “puesto” en un camino de tierra cerca de casa. El pan en el “forn” de los que hay por doquier y alguna coca salada que me encantan.

Alguien dejó escrito que “somos lo que comemos” y doy fe de ello: mis kilos de más están ahí, con D.O. y habiendo invertido en ellos mis buenos dineros.

En realidad comemos demasiado y –desgraciadamente- demasiado mal. Yo, la primera, que me paso por el forro el límite calórico diario con una sensación viciosilla de estar cometiendo un pecado nefasto en una mujer de mi edad. Pero qué importa pesar algo de más, lo que sí que importa es comer cosas que ya sabemos que son “malas” para nuestro organismo. Curiosamente, mirando los carros de la compra ajenos, observo que lo malo y lo peor –alimenticiamente hablando- no sólo no es lo más barato sino todo lo contrario. Porque que me digan que hay personas que se ven obligadas a comer “barato” porque no les queda otro remedio…tristeza es. Pero que quienes peor comen sean –para más INRI- los que más pagan por esa comida-basura…eso ya no tiene ni nombre. O sí…

En fin.

LaAlquimista

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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