Me hubiera gustado que los primeros párrafos de este post estuvieran escritos por mi madre para poder tener una perspectiva diáfana y equilibrada de lo que es una auténtica relación de “ida y vuelta”. No va a ser posible, sencillamente porque no debo ponerle a ella en este brete y porque tampoco sé si aceptaría manifestarse públicamente, bien entendido que incluso a su provecta edad sigue manteniendo la cabeza “bien amueblada”. Así que, como siempre, hablaré desde mi perspectiva, desde mi experiencia y emoción, desde mi conocimiento empírico –sea este amable o peliagudo.
Recién acabo de volver de pasar unas vacaciones con mi hija pequeña: veintisiete, casada, feliz. Primero estuvimos en Berlín las dos solas, apretujaditas bajo el paraguas, paseando sonrisas y cuitas de la mano, contando cosas en ese silencio que tanto contenido hemos aprendido a darle, preparando la cena de siempre o viendo una serie en la intimidad del sofá y la mantita. Días de muchos besos y abrazos, de recarga de pilas –por lo menos para mí- y rodeadas de una placidez beneficiosa para ambas.
Después nos fuimos a Budapest junto a su marido y su suegra, en plan “happy family”, a un entorno lleno de hermosura que puede calar en lo profundo, generando emociones y fabricando hermosos recuerdos si la disposición y el sentimiento es proclive a ello, ya que hay que estar en paz para que el corazón se abra a cualquier tipo de belleza. Obviamente, la convivencia de a cuatro cambió las reglas del juego de forma sustancial.
¡Cuán cierto es que una madre ha de retirarse al segundo o tercer plano cuando la hija sale al escenario como una prima donna! Ya parece que nuestros deseos, gustos o intereses se ven relegados y ceden la prioridad absoluta a los deseos gustos o intereses que nuestra hija y su pareja hayan creado en su mundo privado.
Es una especie de cambio de ritmo abrupto el que ocurre, un nuevo paso de baile que la hija, por joven, por fuerte y por enérgica, lleva a cabo sin más problema aparente que el de chasquear los dedos… mientras que nosotras, las madres, cedemos el sitio que ocupábamos, con la mejor comprensión posible y el amor que nos habita, sintiendo que “nuestra niña” se lo merece todo, que adquiere prioridad junto a su pareja en el elenco de esta obra que representa emociones y sentimientos, que habla de encuentros y desencuentros, de algunas nostalgias y algún sentir remendado que suelta sus flecos detrás del telón sin que los personajes se den cuenta aunque el “público” lo advierta desde el patio de butacas…
Mi relación con mis hijas se va formando en el día a día, con vaivenes, mucho amor y algunos “morros”: el trabajo de desapego que supone aceptar plenamente la vida que han elegido vivir –solas o en compañía de otros- y el no menos arduo trabajo de hacerles ver que también nosotras tenemos nuestra vida al margen de la suya y que también queremos vivirla en plenitud –como ellas- sin saltarnos los mismos derechos y privilegios.
Es difícil, vaya que si lo es… Porque como hijas (e hijos) hemos aprendido a “sacar” lo mejor de nuestras madres (y padres) para beneficio propio, considerando que el amor nos es debido y lleva pareja una generosidad implícita a la que no apetece renunciar.
En nuestra cultura se da por sentado que la madre “lo da todo” por sus hijos aunque no se dé por sentado que los hijos deban hacer lo mismo por ella. No lo discuto porque quiero tener la fiesta en paz; tan sólo doy mi opinión sobre un asunto del que se suele hablar entre bastidores y pocas veces con el telón levantado.
Como conclusión –por concluir algo- diría que la relación que una madre tiene con una hija es algo difícilmente explicable para quienes no estén en la misma tesitura. Me parece que ser madre de un hijo varón es algo bien distinto, por las conversaciones que he tenido con mi consuegra sobre la forma de percibir a nuestros retoños. En cualquier caso, ya nunca podré saberlo…
¡Sigamos siendo felices…!
LaAlquimista
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