No soy una gran deportista; de hecho, ni siquiera soy una deportista de tamaño medio, más bien tirando a pequeño –siempre he pensado que hacer deporte es muy cansado; sin embargo me gusta muchísimo andar, llevar a cabo caminatas de kilómetros dejando la mente en blanco o pensando en mis cosas –según me cuadre- y si esos paseos cuasi maratonianos los puedo llevar a cabo en un medio natural, agreste e incluso medio salvaje como es el bosque, soy feliz.
El bosque tiene todavía sus sorpresas –afortunadamente- y caminar por él, dejándose invadir por el aroma de los pinos, el frescor de los helechos, el olor de la madera recién cortada sigue siendo una experiencia primaria y perfecta. Las ardillas y demás roedores dejan su huella en los miles de piñones bien pelados y vaciados que alfombran el camino. La tierra fresca removida por los jabalíes en busca de su alimento –gusanos mayormente- junto a la impronta de sus pezuñas avisa de la presencia de este habitante del bosque. Aprender a distinguir los árboles contra cuya corteza los corzos frotan su pequeñas astas y ver sus pisadas recientes –ellos se escapan en cuanto ven a un humano, menudo instinto tienen- produce un pequeño estremecimiento de alegría. Y las aves en el lago; y los castores y las flores salvajes que crecen en las orillas del agua remansada. Todo ello conforma un deleite suspendido en el tiempo silencioso, mágico acaso.
A lo lejos viene un hombre caminando; por su paso decidido se ve que es un habitante del lugar, o por lo menos camina como si formara parte del paisaje; nuestros caminos van a cruzarse luego es de rigor detenerse y saludar. Es un hombre mayor y va mal calzado con botas de agua; con una gorra vieja y pantalón de mahón, se apoya en una rama que ha debido recoger por el camino. Viene andando desde el otro lado del lago donde su coche ha sufrido una avería y va en busca de ayuda al pueblo cercano donde conoce a varios vecinos ya que habita en la zona. Ante la pregunta de si no tiene un teléfono móvil para avisar a alguien nos mira con una sonrisa en los ojos y se encoge de hombros con una sonrisa infantil; y enseguida dice que no hace falta, que total, está “a un paso”, aunque viene caminando desde tres kilómetros atrás y le quedan otros dos por delante para llegar al primer lugar habitado. “Un paseo”- nos dice -, ya está acostumbrado pues lleva toda la vida caminando estos bosques, bueno, “toda la vida que ha vivido y la que le pueda quedar, que espera que sea mucha, a pesar de sus ochenta y cinco años”.
Es el momento de mirarle a los ojos, de fijarse en su rostro curtido pero sereno, en el cuerpo enjuto pero fibroso todavía, en las manos encallecidas, en su andar firme y tranquilo. Y su voz entera y su la sonrisa ancha. Ochenta y cinco años… sin trampa ni cartón, sano por fuera –y quién dudaría que también lo está por dentro-, con voz cantarina nos cuenta que es bretón y que tiene amigos vascos, que vive con su hijo mayor, la nuera y los nietos, que sale a pescar dos días a la semana y que cuida una pequeña parte del huerto familiar… y le acompañamos un trecho del camino, nosotros con nuestro equipo diseñado para largas caminatas por el bosque, él, con su natural adaptación al entorno.
Qué día tan bonito el de ayer…
En fin.
LaAlquimista
Fotos: C.Casado