Mi perrillo cada vez camina más despacio así que lo más que puedo ofrecerle para su cotidiano paseo son los jardines de la plaza cercana. Cuando los niños están en el colegio, se convierte el lugar en una especie de oasis, silencio apacible y agua cantarina bajo los frondosos árboles. Me gusta, pues, sentarme en un banco, amparada en un libro, mientras Elur hocica por aquí y por allá, dentro de mi perímetro visual. Son buenos momentos para ambos al solecito del otoño.
Al amparo de los bancos al sol cuando hace fresco o a la sombra cuando hace calor, se sientan grupos de ancianas amigablemente parlanchinas, con o sus respectivas cuidadoras. Ya he hablado aquí de “las chicas del parque”, incluso las fotografié. Siguen presentes en mi vida, nos saludamos, intercambiamos sonrisas y algún que otro comentario sobre el tiempo y el poco novedoso día a día que a veces nos acompaña.
En la plaza también hay una iglesia muy concurrida sobre todo en horario vespertino de funerales. Entonces el trasiego de caminantes que se dirigen al templo es considerable, personas mayores en su mayoría que van a despedir a alguien con menor suerte que ellos…o eso quiero pensar.
Una de esas tardes, todavía calurosa, arrastrada por el viento sur que a veces nos regala el otoño, tomé asiento en mi banco favorito, cerca del puentecillo del jardín pseudo-japonés. Una señora mayor (mayor que yo) que ya lo ocupaba, comenzó a pegar la hebra rápidamente por el expeditivo método de acariciar a Elur y decirle cosas bonitas. Como me conozco el “truco” y estoy completamente de acuerdo con él, abrí la compuerta para una conversación amigable.
Resultó que la señora había acudido a mi barrio únicamente atraída por el funeral de la suegra de una sobrina política –creo que es un parentesco difícil de seguir- y como excusa para tener algo que hacer esa tarde. Faltaba casi una hora para el comienzo del servicio religioso lo que nos dio tiempo a “contarnos la vida” mutuamente.
¡Qué necesidad tan grande tenemos los seres humanos de hablar con los demás…y qué poco conscientes somos de ello hasta cierta edad! Porque en la juventud, todo el día con las amigas de aquí para allá, también se está todo el rato parloteando, “dando el parte” de lo cotidiano hasta el hartazgo.
Ahí estaba esta amable, educada y sonriente mujer, próxima a cumplir los noventa; activa en todo lo posible, autosuficiente dentro de la obvia limitación. Viviendo sola –“gracias a Dios no necesito a nadie que me cuide”- y pensando a veces por la noche en qué será de ella el día que ya no pueda valerse por sí misma porque la hija que tiene, recién jubilada y con sus propios hijos y nietos, “bastante tiene la pobre con lo suyo, que no es poco”.
Una mujer viuda de casi noventa años, jugueteando con su collar de perlas y contándome de su soledad elegida, del pánico que le daba pensar en ir a un “asilo”, de la vergüenza insufrible de imaginar que alguien tuviera que realizarle la higiene cotidiana, de no poder disfrutar de un momento de silencio si compartía la vivienda con alguna otra persona, tan aficionadas todas, a su edad, a charlar sin freno.
Porque a ella le gusta hablar, dialogar, intercambiar opiniones o experiencias, pero no soporta a “esas amigas” que se reúnen cada tarde en una cafetería y tan sólo saben hablar de médicos y medicamentos, dolores y penas, y cuando no es de la salud, parlotean de lo poco que les atienden los hijos y lo guapos que son los nietos aunque no encuentren trabajo de lo suyo.
Me explicó que si le llegaba una situación de no-retorno, vendería su piso guardándoselo en usufructo hasta la muerte a cambio de obtener una jugosa cantidad mensual que le permitiera contar con ayuda externa y que le trajeran la comida del restaurante que a ella le gusta. Para acabar sus días tranquila, bien cuidada y sin dar la tabarra a nadie.
Me explicó sus “planes de futuro” y me dieron ganas de abrazarla, tan guapa ella, tan señora, tan dispuesta a seguir encarando la vida de la manera más positiva y práctica posible. No me guardé las ganas de decirle que “yo de mayor quiero ser como tú” y nos abrazamos cuando llegó la hora del funeral.
Se volvió todavía y me dijo: -“gracias por la conversación” y yo le contesté: -“gracias a ti, Pepi, guapa”.
Felices los felices.
LaAlquimista
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