Para ver y para aprender. Aprender que el mundo y sus gentes es diverso aunque sean vecinos, aprender que lo que es bueno para unos es veneno para otros y, qué duda cabe, realizar la reflexión necesaria para reubicarnos en el fiel de la balanza, desechando ese ego trasnochado que yergue la cabeza y grita: “¡Lo mío es lo mejor!”.
Aprovechando la estancia en Berlín de hace unas semanas decidimos dar el salto a Budapest puesto que tan sólo nos separaban una hora y pico de avión y 25€. Jamás hubiera imaginado en mis tiempos de grandes, largos y caros viajes que llegaría un momento en que sería más barato coger un avión que un autobús, pero ese es el signo de los tiempos y no seré yo quien se queje de esta facilidad viajera.
Budapest es una magnífica y esplendorosa ciudad que se suele situar a la cola del trinomio “Praga, Viena, Budapest” que venden los mayoristas del sector en un rápido y poco eficaz “3 en 1”. Y digo esto porque cada una de esas ciudades bien merece una visita sosegada, sin tener que andar corriendo de aquí para allá a base de madrugones y cansancio para verlo “todo”. Con esto quiero decir que volveré algún día a Budapest para sentirla y disfrutarla de forma más intensa que lo que he conseguido en tan sólo tres días de estancia, pero la agenda no daba para más y hay que saber agradecer lo que se obtiene y no quejarse por lo que nos falta.
La Budapest de postal con el Danubio acariciándola es muy sugerente. Esas vistas nocturnas del Parlamento en todo su esplendor o la colina de la antigua ciudad de Buda con sus iglesias, castillo y palacios derramándose sobre la también antigua ciudad de Pest que la recibe con la amabilidad del necesitado que abraza el viejo dicho de “la unión hace la fuerza”.
He sacado fotos y pagado no poco dinero por poder ver lo que había detrás de las fachadas y, una vez más, sé que he hecho mal las cosas, aunque no me quedara otro remedio porque era un viaje de grupo (pequeño, pero grupo) y mi manera de viajar chocó frontalmente con el resto, así que se votaba y yo perdía con mi mano alzada en solitario.
Un viajero lo hace para ver, sentir, curiosear, experimentar…sin prisas y con las pausas necesarias para dejar que la vivencia cale en el interior y se aposente. Es bien diferente de quien va armado de un móvil sacando vídeos de todo lo que se le pone por delante para luego “enseñar” la ciudad a familiares y amigos que no nos acompañaron.
El viajero madruga porque sabe que la vida de los habitantes del lugar visitado no tiene tregua y es la actividad cotidiana la que toma el pulso a cualquier lugar. Los cafés para desayunar, un mercado para ver qué compran, el paseo por el parque solitario de turistas, las pequeñas tiendas escondidas en callejuelas de piedras todavía por desgastar.
El viajero come con los habitantes del lugar, a la hora en que comen ellos y en los mismos lugares; intenta compartir alguna conversación y se deja invitar a un café regalando su propia experiencia a cambio. Se mezcla, busca su sitio empujando con discreción pero con cierta fuerza. Ahí está la ciudad, Budapest, con sus gentes a las que no he podido ni siquiera fotografiar puesto que me dediqué a visitar enclaves turísticos sin solución de continuidad y desaprovechando las horas de sol mañaneras por seguir al grupo que se ponía en marcha con el Àngelus, por no separarme ni ser diferente, por la paz un avemaría, como tantas otras veces…
Este viaje ha sido diferente y he vuelto desubicada. Toda experiencia debería servir para hacer las cosas un poco mejor… la próxima vez.
Felices los felices.
LaAlquimista
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