Se acercan las navidades, esas fechas en las que es de obligado cumplimiento realizar una serie de actos en rebaño. Y quizás, como si de un entrenamiento al efecto fuera, dos fiestas nacionales, separadas por un único día laborable, regalan al común de los mortales un puente de cinco días como cinco soles.
Nunca he entendido demasiado bien el ansia por salir todos a la vez y juntarse en los mismos sitios en un juego rotatorio de norte a sur y de este a oeste. Los vascos a Aquitania, la Rioja o volando lo más lejos posible; los catalanes y madrileños al País Vasco. Los andaluces y gallegos al centro del mapa. Un baile mareante de vehículos, trenes, aviones y maletas, un estremecimiento de pocos días antes de regresar al hogar a preparar la gran fiesta del consumo.
Yo estoy en mi casa, tranquilamente, sin desempolvar la maleta desde hace dos meses, viéndolos venir, llegar a la ciudad, desparramarse por calles y barras de bar, locura absurda de fotos con el brazo estirado –los palos de selfie ya quedaron pasados de moda- esa masa de seres humanos felices y contentos porque han podido abandonar su rutina para venir a mi ciudad a compartir –o alterar- la mía. Bienvenidos sean en nombre del respeto y las arcas hoteleras.
Todos estos turistas con dinero para gastar alegremente –ya casi se pasaron de moda también los viajeros mochileros de bocata al aire libre- todas estas personas, digo, atraídas por los cantos de sirena de un ratito de felicidad frente al mar o un plato de pintxos. Les miro e intento imaginar qué sentirán paseando mis calles, con qué ojos observarán el panorama que para mí es cotidiano, cómo pondrán en valor –y qué valor- la sencillez del parque, la plaza, el paseo, el monte, la mar y el cielo que son como mi piel, que a mí no me cuestan nada –impuestos aparte- por disfrutarlos todos los días de mi vida desde hace muchos lustros.
El ansia de moverse y salir y ver y cansarse, esa necesidad de escaparse por unos días para –quizás- sentirse un poco feliz, obviando el cansancio del viaje, formando aglomeraciones, cuánta gente había, si es que no se podía ni andar, qué barbaridad, la ciudad a tope, un gran ambiente, aunque qué caro todo, pero ya se sabe, elegancia y categoría, no habíamos venido nunca, qué cosa, y estando tan cerca, pero en aquellos tiempos cualquiera se arriesgaba y mira ahora, sin delincuencia apenas ni terrorismo ni problemas en las calles, -no como en otros sitios que hay que amarrarse la mochilita de moda con las dos manos- y qué calles, qué limpias, una pasada, y la gente, quién lo diría con la fama que llevan, súper simpática que te explican y te cuentan y se ofrecen a sacarte fotos frente a la barandilla…
Es como un juego inocente mezclarme con ellos, los turistas que invaden –una vez más- mi pequeña ciudad de provincias con ínfulas de cosmopolitismo; es un pasatiempo al que me dedico para disfrutar de ver caras nuevas, escuchar otras voces, otro discurso diferente y sentirme, yo también, rodeada de foráneos y turista en mi tierra, aislada en mi propia casa, confundida en el ir y venir de tanta gente y olvidarme, por un rato, que yo también soy como ellos, nada nos diferencia, tan sólo, quizás, que hay momentos en la vida en que uno necesita quedarse “en casa”, en la casa interior que no precisa de vaivenes ni de hacer kilómetros para reencontrarse con uno mismo.
El mayor descubrimiento fuera de mapas explorados, el del silencio tranquilo durmiendo en la propia cama cada noche y desayunando en la taza de siempre con la calma que no hay hotel de lujo que proporcione.
Hoy también iré a ver a los turistas; ellos son la “atracción” que me ofrecen estos días de puente festivo. Me lo paso muy bien y además…me sale completamente gratis.
Felices los felices.
LaAlquimista
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