Ayer fue el cumpleaños de mi amigo Alberto, sesenta y dos le cayeron, y me temo que no le hicieron mucha gracia. Eso que “se conserva bien” que es el eufemismo utilizado para decir que uno afronta la entrada al penúltimo tramo de la vida (el último no sé si cuenta ni si vale la pena imaginarlo) con suficiente humor como para reirse de uno mismo a pesar de carnes que han sucumbido a la ley de la gravedad y demás ilusiones que se han ido marchitando por el camino.
Entre copa y copa de celebración confesó lo que se le venía notando en el semblante desde hace ya algún tiempo: el anhelo de una nueva (y buena) pareja. Esa persona con la que andar por la calle de la mano como a los dieciséis, alguien a quien darle todavía un beso de tornillo o compartir los pequeños o grandes sueños que hayan sobrevivido a la batalla de la vida.
Alberto es de la quinta de los primeros divorcios, de aquellos que brotaron en los albores de la democracia cuando, quienes supimos que nos habíamos equivocado tuvimos la oportunidad de enmendar los fallos y desengancharnos de una yunta que se adivinaba dura y costosa frente al determinista “hasta que la muerte os separe”. Somos una generación que hemos visto cumplir algunos sueños y que hemos dejado atrás los restos de no pocos naufragios y que, -¿de dónde ese afán?- no hemos perdido la fe en que el amor exista después de todo.
¡Si somos ya abuelos casi todos! Y sin embargo, Alberto, una servidora y tantos otros, todavía nos permitimos el lujo de imaginar un sueño compartido…para los restos.
La vida que nos prometieron tenía demasiadas fisuras como para resistir incólume el paso de la rutina y el desgaste de compartir colchón durante lustros. Era una vida programada, anunciada, con más pena que gloria aunque pensáramos que le daríamos la vuelta y sería más gloriosa que penosa; no fue así en tantas y tantas parejas que emprendieron el proyecto común y se aburrieron. Algunas, aburrimiento a cuestas, sobrevivieron (o malviven juntos) y no es de eso de lo que hablamos Alberto y yo mientras descendían sobre su cabeza las dos cifras contundentes: 62.
Todavía queda tiempo, todavía, ¿por qué no, para soñar en pareja?
Pero lo verdaderamente curioso, lo que nos movía a reflexión no era tanto el hecho en sí de tener todavía ánimo para volverse a enamorar, para repetir los rituales del amor y volver a recibir esas pequeñas heridas que conlleva toda relación afectiva, sino la constatación real y cruel de lo difícil o improbable que resulta ser el ejercicio de encontrar a una persona como nosotros.
¿Dónde buscar? ¿Qué lugares frecuentar para volver a tantear la suerte? ¿Redes sociales, páginas de contactos, espacios fríos y virtuales? ¿Los sitios de copas de toda la vida frecuentados por los noctámbulos de toda la vida?
Alberto sueña con dejar atrás la soledad no deseada y yo le deseo que este nuevo año que acaba de comenzar para él le traiga su especial regalo, aunque ya le he dicho: ojo con lo que deseas, no vaya a ser que se te conceda… No vaya a ser que a fuerza de esperar conocer a la persona idealizada perdamos la perspectiva del presente en el que nos hemos forjado como seres mucho más conscientes –eso quiero creer-, una realidad que se toca con todos los dedos, que se ve con los ojos y se siente por todos los poros de nuestra piel, ese presente rico en batallas superadas, esa tranquilidad al caer la tarde (y no es una metáfora) cuando la música y el sofá confortable son un refugio con el que podemos estar conformes y que esa cama grande no tiene por qué estar fría sino acogedora con nuestra humanidad satisfecha de saber que todo lo que necesitamos para ser moderadamente felices ya lo tenemos dentro aunque a veces nos flaquee la actitud positiva y nos apeguemos a ideales de vida que, ya sabemos, no son más que eso: ideales.
En cualquier caso, Alberto, que haya suerte y que me invites a celebrar la vida y los cumpleaños siempre que podamos…con o sin pareja amorosa al lado. Como decía aquél: “siempre nos quedará Paris…o un buen amigo cerca”.
Felices los felices.
*Dedicado a A.B.
LaAlquimista
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** “Melancolía” Edvar Munch. 1894