Qué gran verdad es que cuando ocurre un desencuentro entre dos personas cada una de ellas enarbola su particular perspectiva como si una lanza fuera para atacar y derribar al oponente sin considerar –porque en los desencuentros abunda la falta de consideración- las razones del otro, la óptica del otro, la versión que hay al otro lado.
Cuando soy sujeto activo o pasivo de estas situaciones suelo salir mal parada casi por definición. Si me siento ofendida seguro que no he tenido en cuenta que quizás fui yo misma quien tiró la primera piedra aunque tal hecho se haya difuminado en el tiempo de mi memoria. Ni se me va a ocurrir entonces darle un margen a la otra persona para que, ella también, actualice sus ofensas –y sus defensas- y pueda sacar a relucir el comportamiento incorrecto del que ha sido objeto por mi parte. Los desacuerdos son eso precisamente, falta de acuerdo sobre un tema común en el que cada persona agarra la soga por un extremo y tira y tira con toda la fuerza posible para hacer caer al que está al otro extremo sujetándola.
Vivo un tiempo ahora con muy pocos desacuerdos personales en lo general; no mantengo abierto casi ningún frente por disparidad de opiniones o acaso irreconciliables éstas. Quizás es que las ganas de pelearme se me han atemperado con los años –qué duda cabe, el alma se serena irremediablemente- y ya me importa un ardite tener la razón, siendo ésta para mí una especie de entelequia que idealicé algún día y ahora ya apenas me atrae. La razón. La verdad. Qué cosas…
Pero cuando veo las peleas, malestares, disgustos y desencuentros que otras personas se empeñan en propiciar pretendiendo meterme en medio de su lucha absurda y surrealista, ego contra ego, a muerte, para llevarse el gato al agua o la razón a su cama para dormir con ella, no dejo pasar el testigo, lo recojo, y lo agarro el tiempo suficiente para darme cuenta de qué especie de juego tan pernicioso, doloroso y sobre todo estéril han decidido invitarme a jugar. Esos juegos en los que cualquier victoria es pírrica, esas luchas en las que independientemente de quien se suba al podio, todos han perdido.
Una pelea en un divorcio o separación es un paradigma de esta situación. O una separación entre padres e hijos que no deja de ser un desacuerdo terrible para ambas partes. Los padres y los hijos; las madres y las hijas. Cuánto derribo innecesario, cuánto abuso de poder.
Recuerdo a mi padre, sentado en su despacho, dándome la charla por algo que yo había hecho mal a juicio de la familia, de los usos y costumbres, pisoteando normas que me negaba a acatar. Recuerdo mis intentos de defenderme, de esgrimir razones, de explicar los motivos y los sentires, de hacer valer mi voz y mi palabra tanto como se me exigía a mí respetar la suya, la del pater familias… Y ese “tú te callas, estás equivocada, no quiero oirte rechistar” y el colofón abusador, aquel bestial “cuando seas padre comerás huevos”.
Mis ideas, mis pensamientos contra los del otro, según quién sea ese “otro”, no valen nada si me callan la boca, si me quitan el derecho a defender mi dignidad, a ejercer mi libertad. Y entonces ocurre que quien tiene la sartén por el mango hace patente el abuso arrojando al otro del campo de juego –ya convertido en campo de batalla- y le dice algo así como: “vete de aquí, no te aguanto ni te acepto, fuera de mi vida, tarjeta roja”.
Y el otro recoge su hatillo de cariño e ilusiones y se va, claro que se va, -como me fui yo cuando me echaron de casa con veintiún años por no agachar la cabeza-, para descubrir entre llanto y desconcierto que no era una víctima en absoluto de la situación, sino la culpable, la responsable de haber abierto fisuras en la familia por no “atender a razones”, por crear tensiones, por promover problemas. La versión del otro, si ese otro es más grande o más fuerte que uno mismo, es la única que quedará con el paso del tiempo. Porque también en el ámbito doméstico la historia la escriben los vencedores…
Por eso es tan importante, en toda situación, escuchar la versión de las dos partes, respetar la opinión del otro, callar y reflexionar antes de tomar partido por el que más grita o vocifera, por quien se da golpes en el pecho diciéndose ofendido cuando puede ser que esa no sea más que la estrategia para distraer la opinión de su propia falta de amor, de generosidad, de humanidad.
La versión del otro. Un trabajo de Hércules. Menudo aprendizaje de urgencia…
Felices los felices.
LaAlquimista
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