Las contradicciones no son prerrogativa del ser humano, también las ciudades las llevan adheridas a su piel quiéranlo o no. (De repente parece que voy a escribir sobre la famosa capitalidad cultural que nos acaba de ser adjudicada como culmen del denuedo del equipo capitaneado por el ex edil de difícil carácter, pero –desengañémonos- existen otras ciudades aparte de la nuestra…)
Barcelona inmensa, acogedora, rebosante, hermosa, plena, cálida y calurosa, húmeda de mar y seca de carácter, orgullosa de su poder y fastidiada de tanta fama, vanidades que van de la mano desde siempre y que no parecen tener visos de cambiar o mejorar. Barcelona llena de arte oficial e institucionalizado, museos y exposiciones para provocar envidias, belleza de piedra y rocalla, belleza del gran genio de su buque enseña –Gaudí-, de las curvas de sus balcones y las rectas de sus calles.
“Realismo(s). La huella de Courbet”. El regalo que el MNAC (Museu Nacional d’ Art de Catalunya- ¿Nacional?, ¿cómo que nacional?) hace a los admiradores del excelso pintor, sirve para comenzar una jornada que se adivina intensa. Al subir por la Plaza de España, a la derecha, nos hace un guiño el pabellón Mies Van der Rohe, que pretende ser huella y punto de fuga. Las vistas desde la altura van situando el espíritu en su punto justo para degustar la gran urbe.
En taxi hasta el Triangle, -un taxi en esta ciudad no es un atraco a mano armada sino un servicio al alcance de cualquiera- encaramos rambla abajo con la obligada (y siempre deseada) visita al mercado de Sant Josep –conocido por todos como La Boqueria, invadido por hordas turísticas que un día de estos habrá que sacar entrada. Cruzando las Ramblas a corte de cuchillo, atravesando por la Plaza del Pi, comienza el festival para la pituitaria.
El barrio gótico y su magnífica Catedral, que se atreve, indecorosa como un turista mal vestido, a cobrar 6€ por entrar en sus regias naves (aquí que se desgarren las vestiduras los que sostienen que las iglesias son el templo para orar y no el recinto del que hace dos mil años alguien arrojó a los mercaderes).
Perderse por callejuelas es el pasatiempo preferido de quien –como la que suscribe- no quiere nunca ceñirse a cánones preestablecidos y en esta ciudad llena de belleza el espíritu no se verá nunca defraudado. La plaza del Rey, el Archivo de la Corona de Aragón, una bebida y un golpe de abanico a la sombra de unos naranjos… todo ello antes de cruzar Via Layetana y entrar en la calle Argenteria a mi pequeño restaurante favorito, “Senyor Parellada”, antigua fonda reconvertida en hotel con encanto y en cuyas mesas –elegantes, diferentes y sobre bancos de madera del antiguo ferrocarril- se puede degustar la “cuina catalana de toda la vida” a unos precios insuperables. Son tan exquisitos que hasta te indican que será suficiente un primer plato para compartir porque los segundos son extensos en calidad y cantidad.
El tiempo se estira para propiciar una pequeña siesta en el césped del paseo que circunda el Moll de la Fusta, entre Colón y la Barceloneta, para dormir a la sombra y soñar que la fideuá y los calamarxins son la gloria divina con la que todo gourmet sueña. Un café con hielo para espabilarse y retomar fuerzas en el fresco y peculiar “Bosc de les fades” –vecino al Mueso de Cera- renueva el espíritu y reconforta el cuerpo para encarar la calle Nou de la Rambla.
Allí espera, a pleno sol, el magnífico Palau Güell, recién abierto al público tras una restauración que lo ha mantenido entre polvo y trabajo de artesanos artistas durante más de diez años.
Con Gaudí la capacidad de asombro hace una nueva filigrana que deja los ojos abiertos y el espíritu extasiado; no hay palabras para describir tanta belleza, tan sólo el consejo de visitarlo ineludiblemente.
El Raval nos espera justo a la salida. Otro mundo perpendicular (si fuera paralelo no se tocaría y éste se entremezcla) limitado con la exquisitez del Liceu y los muros elegantes de Le Meridien. Olores no deseados, cierta sordidez a la luz del atardecer, paredes resquebrajadas, el mundo infantil de Maruja Torres, Terenci Moix o Vázquez Montalbán que no se ha ventilado desde entonces produciendo una sensación de parón en el tiempo, de salto (atrás) en la geografía cosmopolita de la ciudad.
La Plaça Catalunya guarda todavía los restos del naufragio –porque son náufragos los que allí acampados todavía están- de la ®evolución por venir y enfila un Paseig de Gracia bullicioso alrededor de sus tiendas y sus casas señoriales. (Inciso: que los administradores de la famosa Casa Batlló cobren 18,15€ por la visita es un auténtico latrocinio.)
Una horchata a la sombra y a la espera del tren que me devuelve “al pueblo” pone punto final a una jornada de más de ocho horas en busca de arte, belleza y su correspondiente guarnición.
En fin.
LaAlquimista
Fotos: C.Casado