Domingo. La ciudad despierta regada por agua de lluvia. Unos pocos salen a la calle a pasear al perro o para acudir a cualquier trabajo dominical necesario y quién sabe si bien pagado. Otros, remolonean antes de regresar a la cama sin hacer después de una noche de juerga y “desénfreno” tan aburrida como todas las demás. Pero es lo que hay. El país al borde de la bancarrota, del colapso político y social y la gente sigue hablando del tiempo.
O de los Indignados –con mayúsculas- que pasarán a la historia, porque pasarán, como mucho más de lo que ahora se ve, mucho más de lo que se aparenta ser. En la capital del reino, los secuaces a sueldo del poder intentan limpiar de inmundicias las calles para recibir con grandes fastos al líder de los que estarán a la derecha del dios-padre, ese padre que ama tan sólo a sus hijos buenos y que condena sin piedad a quienes no piensan como él. Wáteres públicos y confesionarios públicos, ambos necesarios para evacuar la mierda del alma.
Domingo. Me regalo -con la conciencia del cuarto de kilo que añade a mi cintura- el café con leche en vaso y la ración de churros vivificadores. Me empapo de prensa-papel para confirmar lo que ya temía: que unos se la ganan escribiendo y otros se la agarran con papel de fumar. Que los que tienen opinión critican, juzgan y condenan y a los que tan solo nos queda levantar la voz, el puño, el grito y leer lo que los demás escriben nos asalta la terrible angustia de ver cómo en este país penoso va a pasar lo que en el dicho popular: “entre todos la matamos y ella sola se murió”.
Mientras llega la muerte anunciada, miramos al cielo para ver si se despejan las nubes y si hoy toca playa, monte o paseíto por la ciudad. Como si todo esto les estuviera pasando a los demás y no a nosotros.
El mundo se hunde y tengo que coger hora en la pelu, que se me ven las canas de los aladares y una siempre ha sido muy suya.
Por lo demás, mi perro bien ¿y vosotros?
En fin.
LaAlquimista