A veces hay que hacerlo; escaparse sin mirar atrás y dejar que las alas te lleven a cualquier parte donde haya un poco de silencio. ¿Y qué mejor día para hacerlo que un 15 de Agosto multitudinario y estresante?
A pocos kilómetros de mi ciudad se halla el Valle de Berastegi que perdura en mis recuerdos olvidados –me los tuvieron que contar- como el lugar donde pasé un verano con mi familia a la edad de tres años para reponerme de una mala racha de salud; se suponía que el aire sano y sobre todo, la comida abundante y “de caserío” ayudarían a recomponer a mi personita. Ahí estoy en las fotos, con mi vestidito cortísimo persiguiendo a unos patos, con un sombrerito de paja que da risa verlo ahora y ya me imagino cómo se reirían los del pueblo ante “las pintas de las de Donosti”.
Llegamos en coche en veinte minutos sin correr y encontramos el pueblo desierto prácticamente, como si todos se hubieran ido a la vez a algún sitio (a misa no, porque la iglesia estaba cerrada a cal y canto). La carretera que lleva desde la plaza a la iglesia es un corto paseo que se tropieza enseguida con los caminos que llevan a los diversos barrios que jalonan el pequeño valle.
Haciendo tiempo para la comida –que hemos reservado en “Kako”, a ver si no dónde- pillamos paso ligero para llevar a cabo una buena caminata bordeando huertas y caseríos. Mi hija saca fotos –como ella sabe hacer- y Elur zascandilea entre nuestras piernas hocicando ortigas y quedándose pasmado frente a las ovejas que abundan en los diferentes vallados.
No pasa ningún coche; es festivo y los tractores están todos aparcados. Ni tan siquiera ladran los perros de algún caserío más apartado, dijérase que es un pueblo/fantasma a esta hora del mediodía en que unos toman el vermú y otras respiramos verde. Las nubes siguen en lo alto de las montañas y allí a lo lejos se dibujan las siluetas de los coches que surcan la autovía hacia Navarra. Hace fresco y es de agradecer la chaqueta que llevamos, precavidas.
Al poco rato de empezar la caminata dejamos de hablar; ya no nos hacen falta las palabras para enumerar lo que nuestros ojos devoran: los árboles frutales, las huertas esplendorosas, los prados de un verde imposible, el agua cantarina en los arroyos que todo lo arrullan.
Una hora y media de tiempo detenido. Sonrientes, volvemos al pueblo a comer dignos manjares en un jardín umbrío y fresco. Solas, con Elur a nuestros pies. Algo parecido a la felicidad…
En fin.
LaAlquimista
Fotos: Amanda Arruti y la Red.