Tengo toda la vida por delante y toda la vida por detrás y aunque sea una perogrullada y cosa de simples recordarlo no por ello es menos necesario. El camino recorrido se va quedando aposentado en los bolsillos de la mochila espiritual y tiene un peso específico inversamente proporcional al espacio ocupado. Si ha sido rico en experiencias, éstas quedan condensadas en una nube amorfa de recuerdos y emociones (no se puede estar recordando todo, todo el tiempo). Si, por el contrario, pasó la vida por el camino sin dejar su huella contra las piedras, al volver la vista atrás, es como si no hubiera sido recorrido o como si el sentir se hubiera difuminado con el último rayo de sol da la tarde.
Cumplidos con creces los cincuenta no tiene ya sentido echar la vista atrás. ¿Para qué? Melancolías y nostalgias se agolparán con todas las lecciones aprendidas y, de seguro, olvidadas. Volverán los rostros de los que ya no están porque quisieron marcharse de nuestra vida o porque se les truncó el paso antes que a nosotros, y sentir que seguimos –que tenemos que seguir- nuestra andadura cada vez más solitarios, cada vez más débiles, no es precisamente de las cosas que a una le alegran el día.
Así que yo soy de las que se despierta cada mañana con la emoción de ser consciente de que tengo toda la vida por delante. Y ahora, además, sin planes, sin proyectos, sin obligaciones. Yo, que siempre he sido la jefa de las agendas, controladora natural de mis pasos, previsora y prudente, precavida y organizada… me encuentro ahora con toda la vida por delante y con la agenda vital alegremente vacía.
Tomando conciencia de que, cuando comience el nuevo “curso”, ni sé dónde estaré ni mucho menos en qué berenjenal andaré metida.
Y esta ausencia de proyectos, de planes concretos, en vez de producirme el desasosiego que en otro tiempo habría sido lo natural en mí, me deja cómoda y sonrientemente relajada. Sin más obligación que seguir cuidando mis “pies” para poder seguir hollando el camino y con la alegría expectante de saber que, a la vuelta de cualquier recodo, la vida y sus afanes llamarán mi atención para que me deleite en ellos.
Despierta con el alba, me dejo invadir por el frescor del monte cercano que entra por la ventana. Poco a poco, las nubes se diluyen en pequeños jirones de ese color poético y un poco cursi que tanto me gusta soñar: el rosicler de la aurora. Yo también tengo todo el día por delante, que es como decir, la vida.
En fin.
LaAlquimista
Foto: Amanda Arruti