A partir de los cincuenta uno empieza a quejarse de muchas cosas, contrariados porque las cosas no salen como estaban previstas. Y las disensiones con los hijos –que rondan los treinta- es moneda corriente. Dicen muchos padres, quejándose, que los 30 son los nuevos 20, que se está dando un paso atrás considerable en el proceso que lleva a un joven a convertirse en un adulto con todas las de la ley.
A los veintidós metíamos el turbo para abandonar el nido lo antes posible; de hecho, nos íbamos con lo puesto, el póster del Che, los libros y los discos a buhardillas que no sé si pasarían ahora los controles de habitabilidad, siguiendo una dieta a base de carbohidratos -que siempre fueron baratos- y de alguna manera que ahora no acierto a comprender, nos buscamos la vida lejos del amparo familiar.
Dejamos de pelearnos con nuestros padres cuando la distancia media entre nuestra libertad y su férula fue tan grande que ya todos los disparos se perdían en el aire. Y no nos fue nada mal; a unos mejor que a otros, pero todos supimos salir adelante con bastante acierto y decoro.
De la educación recibida no voy a renegar ahora; de hecho, de muchos de sus valores sigo siendo discípula y así he querido transmitírselos a mis hijas. Y como mis padres hicieron conmigo, yo también les he empujado a que volaran con sus propias alas; les he enseñado a pescar y pocas han sido las veces en que les he dado peces. El resultado es que el nido está vacío desde hace ya no pocos años en el caso de la mayor y con ausencias intermitentes en el caso de mi hija pequeña.
Pelearse con los hijos para que hagan a los veinticinco lo que no han querido hacer a los dieciocho es una batalla perdida de antemano. Y sin embargo, se sigue estando en el ring, presto a saltar al centro al toque de campana en una lucha sin sentido alguno a estas alturas.
Cuando escucho lamentos paternales, pienso (y a veces digo) que no podemos pretender que nuestros hijos sean como nosotros queremos que sean, sino como ellos han decidido ser. Y que si esa elección no es de nuestro agrado pues… a agachar las orejas y a callar. El problema es cuando se siguen presentando a cenar todas las noches y dejan la cama sin hacer por la mañana…
¡Qué difícil tiene que ser poner en la puerta a un hijo con casi treinta años…! Aunque, en el fondo, creo que se quejan –los padres- para justificarse a sí mismos y le echan la culpa a la crisis o al papa de Roma para poder acallar la protesta interior, pero lo que si está claro es que si rozando los treinta se sigue jugando a ser un “cachorro”… es mejor hacérselo mirar.
En fin.
LaAlquimista