“Disfruta, disfruta tú que puedes”, me ha repetido una y otra vez mi amigo Pako, en el transcurso de la conversación telefónica en que me he interesado por su salud, tan deteriorada ella en los últimos tiempos. Le ha tocado la china y sus salidas son a hospitales y consultas médicas en vez de a cenas con los amigos y cuando hablo con él me siento un poco “culpable” porque a mí no me duele nada.
“Eso debe de ser la felicidad”, me decía esta tarde, sonriente –imaginaba yo- de estoicismo y resignación –si no cristiana, por lo menos agnóstica. Me he apenado con él, pero la solidaridad telefónica no da para mucho en estos casos así que ha sido una llamada más bien escueta porque ni él quería dárselas de mártir ni yo de mala amiga contándole lo poco que me duele nada y lo feliz y tranquila que estoy.
Así que me he servido un buen vermú de la tierra de Reus y he decidido reflexionar un cuarto de hora sobre lo poco que valoramos -comúnmente- la ausencia de dolor y todo lo que nos quejamos cuando éste llega. Ahora no me duele nada; ni en lo físico ni en lo espiritual. Mi cuerpo funciona como un reloj –hay que darle cuerda, eso sí, no va con pilas- y puedo correr con mi perro, bailar una bachata bien arrimada, nadar varios largos (piscina pequeña, que conste) y meterme entre pecho y espalda un buey de mar, una de navajas a la plancha –con la botella de Chablis- y la tabla de quesos -con la botella de Bordeaux- sin que mi estómago proteste más que lo justo y necesario. (De postre, dos torrijas empapadas en leche y el chupito de Cardhu aparte). Esto es la felicidad o se aproxima.
Pero cuando sufro, cuando me duele el alma –o las raíces del pelo- es cuando mejor escribo (incluso mis poesías dolientes que no le enseño a nadie), cuando me duele algo por dentro anhelo la vida sin dolor de tal manera que la intensidad del padecimiento se aúna al ansia de dejarlo atrás y aparece otra mujer, una que siente cada gota de sudor atravesando sus poros y que valora el matiz cariñoso de las palabras de un amigo o la sonrisa de una amiga como si fuera un cordial reconstituyente y vivificador.
Mi querido amigo Pako sabe que no puedo ofrecerle más de lo que tengo: es decir, todo. Pero en la distancia se queda en un “casi todo”.
Lástima…
En fin.
LaAlquimista
Foto sacada de Internet.