Quienes tenemos hijos sabemos qué significa esta frase. El sentido profundo y necesario, el tonillo desafiante de declaración de intenciones precisa, un plantarle cara a la vida y a la familia que en algún momento arrojan a los padres los vástagos que necesitan dejar las cosas claras, marcar las fronteras, subir las barreras.
Y bien está que así sea, que al fin y al cabo somos de una generación que hemos empujado a nuestros hijos a volar alto y sin miedo. Pero, ¿qué ocurre cuando esa “marca joven” choca contra la realidad del mundo?
“Yo tengo mi vida” quiere decir a veces que prefieren no compartir sus sentimientos con la familia aunque coman todos los días (y cenen) gratis a mesa puesta. “Yo tengo mi vida” significa también arrogarse el derecho de no dar explicaciones sobre si entran o salen, suben o bajan, abren o cierran la puerta del hogar familiar; más normas hay en un hotel y más caro resulta.
“Yo tengo mi vida” también es el argumento capcioso para no colaborar con la economía familiar y asumir el gasto que se produce, guardándose el sueldo (magro o sustancioso) para su exclusivo y egoísta dispendio.
Recuerdo mi juventud, es preciso hacerlo para no soslayar la ecuanimidad necesaria. Alguna vez intenté colocar esa declaración de intenciones a mis padres: “yo tengo mi vida”, quise decir, pero no pude acabar la frase.
–“Tendrás tu vida cuando te pagues los garbanzos, cuando tengas tu propia casa, cuando laves tu ropa y vivas de lo que ganes. Pero mientras estés en ESTA CASA, aquí hay unas normas…” Así era el mensaje, más o menos. Lo recuerdo perfectamente; incluso añadían reflexiones del tipo “aquí no criamos parásitos” o “si quieres libertad, gánatela”. Cosas así, ya se sabe, la mentalidad de la época…
Ahora los hijos siguen haciendo y diciendo exactamente lo mismo, pero con resultados muchísimo más halagüeños… para ellos. Porque los padres se sienten “tan” culpables de la crisis que se les ha echado encima, se ha asumido de tal manera eso que nos han dicho de que “nuestros hijos van a ser la primera generación que va a vivir peor que sus propios padres”, es decir, nosotros, que se cede de buena fe y con mejor talante a esa especie de chantaje emocional que meten por la escuadra algunos hijos a algunos padres.
Por el contrario, están esos jóvenes hijos que se han independizado completamente, que no piden nada y a cambio reclaman el derecho a no dar nada, como si la relación familiar sucumbiera fatalmente cuando los hijos vuelan por su cuenta y ya a los padres no les quedase otra posibilidad que agasajarlos cuando vienen de visita (por gusto propio o por cumplir, habría que saberlo.)
Ese desapego emocional va a tener dolorosas consecuencias. Se ve venir, ya se está padeciendo incluso, porque somos una población adulta educada en los valores familiares –poco libertarios, todo hay que decirlo- que hemos criado hijos a los que queríamos libres y no-dependientes. Que lo hayamos conseguido o no, está por ver.
De momento, ya voy conociendo a madres y padres que, cuando sus hijos adultos les piden ayuda, consejo, apoyo o cariño extra, les sueltan eso mismo de: “Mira hijo, nosotros tenemos nuestra vida, así que…”
Felices los felices.
LaAlquimista
Por si alguien desea contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com